Canción de Roldán narrada por Carlomagno
En torno al año 778, me encontraba yo, Carlomagno, aguardando la sumisión de Zaragoza, con lo que no fue para mí una sorpresa recibir en mis dependencias a emisarios del rey zaragozano Marsil, que portaban consigo un mensaje de paz. Como respuesta, consagré a Ganelón la tarea de llegarse hasta Zaragoza para que aceptara la propuesta de Marsil, y habiendo logrado nuestro objetivo, decidí que mi ejército y yo mismo podíamos retornar a Francia.
Así dispuse que mi fiel Roldán ostentara el estandarte que le acreditaba como jefe de la retaguardia mientras emprendíamos el regreso a nuestro añorado hogar.
Todo estaba en orden, hasta que un día mientras jugaba una partida al ajedrez, escuché el escalofriante sonido del olifante de mi querido Roldán. Me quedé paralizado pues supe al instante que algo horrible debía estar pasando, pero Ganelón me intentó disuadir haciéndome creer que nuestro osado Roldán estaría dedicándoe a otros menesteres, como la caza, y que seguramente no necesitaría ayuda.
Las palabras de Ganelón no me tranquilizaron, y una fuerza en mi interior me llevó hacia el lugar donde debían encontrarse los caballeros de mi ejército. Al llegar al desfiladero de Roncesvalles, comprendí cuál había sido la causa de mi tormento, y allí encontré la tierra rociada con la sangre de mis pares, desolada y sembrada con sus cuerpos.
No podía entender lo que había ocurrido, pero una súbita sonrisa llena de malicia en el rostro de Ganelón me indicó que sin lugar a dudas, él estaba al tanto de cuanto allí había acaecido. Aquel detestable ser que quería ver muerto a su propio hijastro Roldán, había conspirado contra mí y se había aliado con Marsil.
Juré que devolvería diente por diente y consagré toda mi energía a perseguir al ejército zaragozano hasta que logré destruirlo y Zaragoza cayó rendida a mis pies. En cuanto al despreciable Ganelón, sólo puedo decir que recibió lo que merecía y tras un justo juicio fue descuartizado en Aix.
Así fue cómo logré vengar la memoria de mi ejército.
Y la historia quiso que todos estos eventos quedaran plasmados en la memoria popular; así se recuerdan en uno de los poemas épicos medievales más conocidos: La Chançon de Roland.
La batalla es prodigiosa y dura. Roland hiere sin descanso, y con él Olivier. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o no, dejará allí su vida.
Los francos van perdiendo sus mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros.
En el país franco se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta los Santos de Colonia, desde Besançon hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve, invade el espanto.
Algunos dicen: ¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo!
Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la muerte de Roland.
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MONOLITO A ROLDÁN |
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