El espíritu emprendedor de los vascos, por Otazu y Díaz de Durana


Alfonso de Otazu y José Ramón Díaz de Durana,
Madrid, Silex ediciones, S.L., 2008, 715 páginas


José Antonio Azpiazu Elorza

En el panorama de la historiografía vasca se echan en falta intentos de sintetizar las aportaciones que han ido apareciendo en las últimas décadas. El enorme esfuerzo para recuperar fuentes documentales, la nada despreciable cantidad de monografías y artículos que se ha ido publicando en los últimos tiempos, se traduce en una invitación a ofrecer visiones globales, enfocadas desde diversos prismas. Previamente, la triste circunstancia de la falta de universidad pública durante casi ochenta años lastró gravemente la investigación histórica, carencia tan sólo en parte aliviada por el voluntarismo de ilustres estudiosos de nuestro pasado.

El presente trabajo responde a estas anheladas expectativas de síntesis, y lo hace siguiendo una idea que, no por casualidad, ha caracterizado a la sociedad vasca: la de emprendizaje, tan de moda en los actuales intentos de modernización e innovación. Al vasco le ha acompañado la fama de emprendedor, virtud nacida de la escasez de medios de su tierra; pero faltaba un intento serio de abordar su historia guiada por este concepto definitorio que ayudó a despejar el horizonte de los distintos caminos de la emigración vasca: Castilla, mundo mediterráneo y atlántico, las Indias.

Por una parte, el estudio de este fenómeno migratorio rompe con el excesivo localismo que caracterizaba a muchos estudios sobre la historia vasca, y por otro lado muestra un aspecto que ha acompañado a las comunidades vascas allí donde se han trasladado: el espíritu de solidaridad, que los otros grupos interpretaban como excluyente y peligroso. Un segundo aspecto sobre el que la investigación llama la atención es el insólito sistema utilizado para hacer valer, en sociedades estamentales, una discutida hidalguía universal y alcanzar puestos y oficios en la administración. En Castilla, los inmigrantes vascos no se tenían por plebeyos ni obligados a pagar pechos, aun cuando se dedicaban a oficios bajos y servían a quienes no ostentaban el título de hidalgos, como los conversos. El tercer tema que se destaca es la confabulación entre la comunidad vasca en tierras extrañas y los religiosos vascos, franciscanos, agustinos o jesuitas, a cuyo amparo se apoyaban, organizándose en cofradías de carácter religioso a las que no les resultaba ajena la vena mercantil.

Estas líneas básicas adquieren en el libro un desarrollo inusual, pues a lo largo de más de 700 páginas se desgranan amplísimas noticias e hilvanadas descripciones que remiten a una bibliografía muy amplia que recoge lo más significativo de lo que se ha escrito sobre el tema abordado. Con ser largos los capítulos, guardan una línea argumental muy trabajada, además de conseguir con frecuencia un innegable aire novelesco de las vivencias protagonizadas por los vascos. A través de las mismas se desentraña la inverosímil trama y las increíbles aventuras que se vivieron, en particular, en las Indias, y se consigue, con frecuencia, convertir la lectura en una secuencia densa, pero de ningún modo pesada, que tiene la virtud de enganchar al lector.

Como muestra de ello, la idea introductoria, cual si de un episodio de intriga se tratara, parte del descubrimiento de un grupo humano dotado para los negocios que operaba en los orígenes de la historia moderna de Colombia, hombres especialmente reputados como emprendedores y que, inopinadamente, resultan ser vascos, y no judíos como se mantuvo en un principio. Este mismo espíritu fue el que, debido a sus éxitos en los negocios, enfrentó a vascos y “vicuñas”, denominación que agrupaba al resto de comunidades peninsulares presentes en América, quienes observaban con inquietud que la empresa vasca, imbuida de influencias puritanas, les robaba protagonismo y se hacía con negocios y puestos claves en la administración colonial.

Los vascos se apoyaron en su carácter hidalgo para dar el asalto a la nobleza. Algo similar había ocurrido antes en Castilla, hacia donde, en primer término, la sociedad vasca dirigió a sus segundones en busca de oportunidades, con las exclusivas armas del conocimiento de algún oficio y la presunción de hidalguía. Allí trabajarían para la sociedad castellana acomodada y servirían a los judíos, a los que más tarde desbancaron en la administración del Reino. La nobleza, en la mentalidad vasca, no estaba reñida con el trabajo, y sus pretensiones de hidalguía escandalizaban a la sociedad castellana, en la que la hidalguía no podía casar con oficios bajos y villanos.

Con calculada estrategia, el País Vasco se mantuvo, a la vez que tenía los ojos puestos en Europa, obediente y fiel a la Corona, lo que le permitió mantener una compleja estructura territorial. Los mercaderes vascos apostaron por aliarse con el mundo marítimo, acaparando poderes urbanos y buscando independizarse del vasallaje. Los “señores de la tierra”, quienes controlaban y saqueaban las caravanas de lana burgalesas. El mar, al fin y al cabo, se convirtió en un aliado contra los jaunt xos, a quienes los mercaderes lograron contagiar sus ideas y acercar a sus proyectos, pues se fueron dando cuenta de que, en los tiempos que corrían, una escritura mercantil podía resultar un arma más poderosa que la fuerza bruta a la que secularmente habían recurrido. Este cambio de táctica incluía el intento de controlar los emergentes concejos e participar en un comercio cada vez más pujante.

A seguir esta línea contribuyó fuertemente el dominio de la construcción naval, con la probable contribución de vikingos y normandos, la introducción de elementos novedosos como el timón de codaste y la utilización del tingladillo en la construcción de los barcos. Todo ello les permitió introducirse en el tráfico atlántico y participar en las conquistas castellanas como la de Sevilla, que les abrió el camino al mercado mediterráneo. Su poderosa presencia en el Atlántico y el hábito de frecuentar los puertos portugueses les facilitó el acceso a nuevas técnicas y rutas desconocidas que los situaron en la primera línea de la navegación.

Una de las principales características de la presencia de los vascos en el mar lo marca la consolidación de gremios y cofradías. Muy temprano, el principal centro comercial, Gasteiz, y los puertos más significativos del Cantábrico, se alinean en una Hermandad de Mareantes que resulta una réplica de la Hansa nórdica. Además, la comunidad marítima vasca encuentra en su lengua, incomprensible para el resto de competidores, un formidable aliado para la práctica mercantil, donde la confianza en el grupo y el secretismo constituían un valor contrastado. Si a esto se añade el apoyo en aquella especie de “multinacional” que constituían los religiosos esparcidos por los principales puertos europeos y, más adelante, en las Indias, la posición de los mercaderes vascos se refuerza sustancialmente, facilitando su implantación en el panorama mundial.

La compleja maquinaria desplegada por los vascos para defender este estatus privilegiado permitiría rentabilizar la veta de emprendedores y sacar rendimiento a la sangría humana provocada por la institución del mayorazgo. La población vasca aumentaba, pero su tierra no podía sustentarla: el primogénito mantiene unidos los bienes familiares pero el resto de la prole debe buscar otros horizontes. En el siglo XV, el obligado empuje hacia el exterior busca dinámicas como la propugnada por Oñati, preocupada por buscar una salida decorosa a los desocupados e inducirlos a “oficios e otras industrias e a salir a tierras extrañas a servir a señores”, entre ellas la que llevaba a Castilla, iniciativa que los autores del libro califican de pionera.

Tras la experiencia castellana se presentó la oportunidad que brindaron Sevilla y las Indias. Siguiendo la costumbre, la afluencia de mercaderes vascos a la capital andaluza y la ocupación de importantes puestos en la Casa de contratación produjeron choques con las restantes comunidades peninsulares, escudadas éstas en el rechazo de la discutida validez de la hidalguía vasca. América ofreció un escenario diferente, pues incluso los soldados alardeaban de nobleza por el mero hecho de su procedencia y por su papel colonizador.

El principal enfrentamiento provino, precisamente, de la capacidad organizadora de los vascos: El caso de Potosí resulta paradigmático, pues los vascos no llegan allí como conquistadores, sino como comerciantes que intentan intercambiar sus productos por plata, e implantan en la sociedad el sistema de negocios que los caracterizó en la Península. Allí introdujeron herramientas de hierro vascas y ejercieron su oficio de prácticos mineros, dedicándose a la extracción y transformación de la plata y montando ingenios hidráulicos, como también lo hicieron en México, donde además impusieron sus dotes de transportistas. En todas partes, siguiendo el ejemplo instaurado en Nantes, Brujas, Sevilla o Cádiz, se apiñaron en torno a la Iglesia, fuera ésta representada por franciscanos, agustinos o jesuitas.

Un ejemplo lo ofrece Fray Juan de Zumárraga, franciscano y obispo, natural de Durango, quien promovió en México ideas, mentalidad y técnicas vascas, atrayendo incluso a sirvientes y oficiales de su tierra e inaugurando lo que los autores denominan “la hora de Aránzazu”. Este nombre se convirtió en un factor de cohesión para los vascos, y en torno a este icono referencial se apiñaron mercaderes y mineros en Sevilla, México o Potosí, lo que les otorgaba enormes ventajas sobre otras comunidades, menos dotadas de oficios prácticos y escasamente cohesionadas. En el siglo XVII los comerciantes vascos se trasladaron a Cádiz, que ofrecía ventajas materiales y tácticas, y allí fundaron, esta vez en un acercamiento a los agustinos, una cofradía que propiciaba la unidad de la comunidad y proporcionaba múltiples ventajas a sus intereses mercantiles.

Como se observa, a lo largo del libro se detecta, insistente, la idea de la omnipresencia que la Iglesia tuvo, en épocas pasadas, en la sociedad vasca. Aunque inicialmente es la comunidad franciscana la preferida por el colectivo mercantil, tanto en su propia patria como en tierras extrañas, otras comunidades religiosas pretendieron, con menos éxito, convertirse en los mentores espirituales de la sociedad, en particular de los mercaderes. Aparte de dirigir las conciencias, se pretendía obtener indudables ventajas materiales provenientes de hombres de negocios que llegaron a acumular enormes fortunas.

Los jesuitas, más estrictos que los franciscanos en asuntos de conciencia, lo tuvieron más difícil, pues se afanaron en luchar contra las prácticas de las oligarquías urbanas, a las que censuraban sus negocios mercantiles turbios o ilícitos. Sus intentos de establecerse en Gasteiz, Donostia o Bilbao toparon con insalvables problemas, que sólo con el paso del tiempo se consiguieron solventar. Los émulos de Iñigo de Loyola lucharon contra la presencia en los puertos vascos de mercaderes extranjeros que podían introducir las peligrosas ideas de la Reforma, pero los hombres de negocios vascos no estaban dispuestos a recular. En pleno siglo XVIII, los jesuitas, cómplices de revueltas populares, tuvieron que vérselas con la Ilustración y con el ministro Aranda. El cuestionamiento del poder absoluto del Monarca y el apoyo a las “costumbres antiguas”, que insinuaban los Fueros, los convierte en demócratas avant la lettre y provoca su expulsión.

En América, sin embargo, los jesuitas no se mostraron tan estrictos como en la Península, pues se dedicaron a formar y tratar a los grandes gerentes de la Compañía Guipuzcoana de Caracas, de cuyos directivos dijo Larramendi que merecieron la riqueza obtenida porque “trabajaron, sudaron y aguantaron”, aplicando en Caracas “su talento, prudencia y actividad”. Una filosofía bastante alejada de la que preconizaban dos siglos atrás, pues se justificaba la trata de negros como mano de obra necesaria para las plantaciones de cacao, y se controlaba el mercado de armas de Gipuzkoa para combatir el contrabando de cacao de los holandeses. Esta actitud provocó la repulsa de los lugareños, habituados a enriquecerse con un comercio irregular y que les llevó a gritar “Viva el Rey, mueran los vizcaínos”, si bien es cierto que éstos ignoraron demasiado los intereses locales ya instalados a lo largo de amplios períodos.

Se puede estar, o no, de acuerdo con el planteamiento, forzosamente restrictivo como lo anuncia su título, de los autores, pero sin duda el libro resulta innovador, abre muchos debates, y tiene la virtud de proporcionar una visión que destacaba en las investigaciones de los últimos lustros, trabajos que ellos han sabido arropar bajo el prisma que les ha parecido adecuado. El libro tiene la virtud de abrir nuevos caminos a la discusión de la historia y cultura vascas.

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