Los vascos en el tiempo de la nación, por Fernando Molina Aparicio

Los vascos en el tiempo de la nación



Fernando Molina Aparicio
Cuadernos de Alzate nº 34, primer semestre 2006

El fenómeno histórico de la «abolición» de los fueros vascos demuestra que el nacionalismo constituye un hecho cultural cuyo éxito proviene de su capacidad para aglutinar múltiples herencias, lealtades e identidades dotándolas de un significado político y un sentido movilizador. Las identidades étnicas o nacionales, y el nacionalismo que las asocia o crea, regionalista o centralista, de Estado o de búsqueda de éste, son culturas que, igual que son construidas, pueden ser deconstruidas.


NACIONALISMO ESPAÑOL Y TÓPICO VASCO

Durante siglos los vascos siempre fueron imaginados como unos españoles peculiares. Siempre peculiares, pero siempre españoles. Cuanto más peculiares, más españoles. Cuanto más españoles, más peculiares. Tal fue el juego de representaciones que se instaló en el ánimo de los colectivos humanos en la época moderna. En él participaron todos los intelectuales vascos que pintaron algo en el concierto cultural y político de la monarquía hispánica de los siglos XVI a XVIII. Los historiadores los han calificado de diferentes formas que pueden agruparse en el término foralistas, pues todos defendían que la singularidad étnica de estas poblaciones septentrionales residía en la foralidad, es decir, la cultura política levantada en torno a sus peculiares usos y costumbres de gobierno provincial. La insistencia en el factor foral se incrementó en el siglo XVIII, una vez los Borbones liquidaron los reglamentos de la Corona de Aragón y los vascos y navarros quedaron como único recuerdo de tales tradiciones de autogobierno.

Cuando llegó el siglo XIX la peculiar españolidad de los vascos adquirió extremos de auténtica pasión intelectual. Las élites políticas y culturales vascas pintaron a este pueblo como el macizo étnico de la nación, prueba de la continuidad biológica de ésta desde sus primeros pobladores iberos hasta el presente. Un macizo en el que la identidad vasca, singularizada por una etnicidad peculiar (lengua, catolicismo y un poblado catálogo de mitos de origen) mantenía un notable signo foral. Así lo señalaban los fueristas, los intelectuales y políticos que reutilizaron la herencia foralista para intentar casar doctrinalmente la instauración del liberalismo, y el consiguiente Estado nacional de aspiración unitaria, con la permanencia de los regímenes jurídicos excepcionales que representaban los fueros provinciales heredados del Antiguo Régimen.

Los debates sobre los fueros vascos adquirieron pues, desde el principio, un fuerte significado patriótico que resultaba doble pues afectaba a las dos patrias que tradicionalmente casaban la identidad de los vascos en el siglo XIX: la mayor, España, y la menor, más confusa, pues se identificaba tanto con la provincia foral respectiva como con una indefinible comunidad cultural tri o tetraprovincial que obtenía diverso nombre: País Vascongado, País Vasco, Vasconia, Euskeria, Euskaria... Debate foral hubo entre 1808 y 1812, debido a la problemática conciliación entre la soberanía nacional de la Constitución de Cádiz y la provincial de los fueros (con precedente intelectual en el generado por las «Noticias Históricas» de José Antonio Llorente, durante el gobierno de Manuel Godoy); y en 1839, ante la paz carlista y el tratamiento que el Estado había de hacer de la foralidad, que acabó siendo regulada por la Ley de 25 de octubre de 1839, que confirmaba los fueros vascos «sin perjuicio de la unidad constitucional» de la monarquía hispánica. Esta ley dejaba la solución a la cuestión foral en manos de una componenda futura entre las provincias y el Estado que no llegó nunca a producirse debido a la rápida identificación de la mayoría del liberalismo vasco con el moderantismo que gobernó buena parte del reinado isabelino, de la que fue paradigmática la plana mayor del fuerismo vasco.

Los fueristas vascos garantizaron la estabilidad del Partido Moderado y éste cuidó que sus representantes vascos no perdieran un sesgo fuerista que resultaba interesante en su empeño de saturar de tradición el concepto de nación liberal. En los debates sobre los fueros que tuvieron lugar en el Senado en el año 1864, cuando la monarquía isabelina comenzaba a mostrar indicios de notorio desgaste, el senador alavés Joaquín Barroeta Aldamar advirtió al Gobierno: «Las instituciones vascongadas son el único monumento casi íntegro que la península Ibérica abriga hoy de sus épocas más gloriosas, de sus más ilustres reinados, de los tiempos felices de su engrandecimiento y poderío. Ellas son también, no lo olvide V. E. ni lo pierda de vista el Gobierno, el pedestal más sólido en que pudiera apoyarse la defensa de la patria, y de sus instituciones seculares, si, lo que pudiera suceder, se viese alguna vez comprometida su existencia».

Como se ve, el tono oficial de la representación de los vascos y su autogobierno era bastante conservador. De lo que se trataba era de contar con los vascos como un pueblo español muy singular presto a obstaculizar cualquier pretensión revolucionaria de signo igualitario o democrático, considerada por el liberalismo conservador como exótica a las tradiciones políticas de la patria española. La idealización conservadora del imaginario vasco afectó a todas las opciones liberales. Todas imaginaron a los vascos, especialmente en el tiempo que medió entre la primera guerra carlista y la segunda (o tercera, según se cuente desde el País Vasco o desde fuera de éste), es decir, desde 1839 hasta 1872, como prototipo del carácter hidalgo español sabiamente adaptado a un liberalismo doblemente castizo, pues estaba representado en unas tradiciones de autogobierno provincial asociadas a las libertades medievales, y carecía, por lo tanto, de aditamentos jacobinos de origen francés, es decir, exóticos, algo que se valoraba mucho en una cultura dominada por el romanticismo, que miraba insistentemente al pasado para rescatar y perpetuar los rasgos específicos de la nacionalidad.

Pero, a raíz de la segunda guerra carlista (1872-1876), se generó un complejo debate público acerca de la responsabilidad de los vascos en el nuevo conflicto civil y en la situación extrema en que éste colocó al Estado y su proyecto modernizador. Este debate afectó a los fueros y su tratamiento por el nuevo Estado nacional. La demanda que generó una mayor movilización política fue la abolitoria, y en ello tuvo una importancia fundamental la forma en que las élites liberales imaginaron durante los años de la guerra esas provincias y sus peculiares regímenes administrativos en el marco de la nueva idea de España, que los vascos bautizaron como antifuerismo. Constituyó un discurso patriótico transmitido por un abigarrado colectivo de agentes sociales vinculados de una forma directa o indirecta al Estado (periodistas, políticos, escritores, historiadores, publicistas). Proclamaba una idea de nación cargada de atributos unitarios y liberales que colocaba enfrente del carlismo y, por extensión, de las provincias forales.

La nueva imagen de los vascos elaborada por el antifuerismo se sustentaba en un arquetipo étnico que identificaba a este pueblo con el carlismo y que estaba inspirado en el imaginario colectivo que las élites liberales vascas habían difundido durante la etapa isabelina en torno a la foralidad. Estas élites, con la condescendencia más o menos entusiasta de las del resto de España, habían imaginado al pueblo vasco como un indicador de la continuidad biológica de la nación desde sus primeros pobladores hasta el presente. Un macizo que tenía una serie de signos étnicos diferenciales (los fueros, el euskera y el catolicismo). Especialmente importantes eran los fueros, que eran entendidos como expresión del espíritu de aquel pueblo y comunicaban, por ello, su condición española y liberal primigenia. Cuando la guerra civil estalló en 1872, los liberales españoles, en un contexto de intensificación de propaganda política anticarlista, procedieron a deconstruir esa imagen y fabricaron un nuevo estereotipo en el que los atributos clásicos fueristas recibieron un nuevo significado político reaccionario. Reinterpretaron la tradicional línea de pensamiento fuerista, que vinculaba románticamente los fueros al espíritu vascongado, designando que éste en realidad estaba imbuido políticamente de antiliberalismo y antipatriotismo. De ser los españoles más liberales (por tanto, los más españoles) los vascos pasaron a ser los más carlistas (los más antiespañoles). Esta representación política se hacía avalar en la intensidad que la insurrección antiliberal había obtenido en aquellas provincias, en donde miles de campesinos se habían levantado en armas a favor del pretendiente Carlos VII y en contra del régimen democrático de 1869.

Las provincias forales eran, según el periódico barcelonés El Cañón Krupp en 1873, «el árbol del carlismo», del cual el resto de carlismos españoles eran simples retoños. La revista barcelonesa La Madeja Política publicó una ilustración que sintetiza visualmente este estereotipo. Celebraba el levantamiento del sitio de Bilbao y representaba a España como una guerrera republicana que, acorazada y hacha en mano, corta sin pausa el tronco de roble de los fueros vascos, que tiene la silueta de Carlos VII, unas raíces en las que se puede leer «absolutismo», «fanatismo» e «intolerancia», y unas ramas con el nombre de las tres provincias vascas. De esas ramas brotan los insurrectos como abundante fruto. La ilustración constituye una síntesis apretada y visual del nuevo estereotipo de los vascos. Su leyenda dejaba bien claro el mensaje a los lectores más atolondrados: «Si el famoso árbol de Guernica da este fruto, procuremos que no vuelva a retoñar».

Esta nueva imagen de lo vasco fue un recurso retórico fundamental dentro del discurso de exaltación de la nación que el bando liberal practicó durante los años de la guerra civil. Permitió regionalizar el conflicto bélico, identificando el problema carlista con el foral. No fue, sin embargo, una invención apresurada producto de las necesidades de la guerra sino una reelaboración de representaciones que habían formado parte del discurso patriótico español a lo largo de todo el siglo. Por un lado, la fuerista, que había convertido los fueros en el factor preeminente de la identidad vasca y les había atribuido una serie de componentes románticos de fuerte contenido contrarrevolucionario, muy vinculados a un imaginario político del que se había apropiado el carlismo. Por el otro, la tradición intelectual crítica con la foralidad que había nacido durante el régimen de Manuel Godoy de la mano del aludido Llorente y otros patriotas ilustrados rápidamente pasados a las filas del liberalismo revolucionario, y que acabó por alimentar la cultura política del partido progresista una vez éste constató la descarada maniobra de integración de los fueros en el universo político moderado que realizaron los liberales moderados desde el final de la primera guerra carlista.

Sin embargo, ninguna de estas fuentes hubiese sido realmente operativa de no haber mediado la insurrección armada carlista. Ésta no sólo fomentó, mediante su propaganda política, la introducción de los fueros en la esencia de la constitución nacional que la intelectualidad carlista defendía frente a la exótica de 1869, sino que fue más allá al dotar a su organigrama estatal de una intensa estética foral de la mano de las diputaciones forales. Esta apropiación que el carlismo hizo del imaginario fuerista se benefició, además, de un doble sustento legitimador en la sociedad española de entonces: por un lado, el (ya aludido) masivo apoyo popular a la causa carlista suscitado en las provincias forales; por el otro, los patentes y descarados préstamos teóricos y sociológicos entre el fuerismo y el carlismo insurreccional que la variante más conservadora del moderantismo, el neocatolicismo, promovió en el País Vasco desde los años finales del régimen isabelino.

Esta coyuntura política dotó a los fueros de un significado público abiertamente contrarrevolucionario que fue el que permitió, finalmente, que la opinión liberal elaborara con gran rapidez el nuevo estereotipo vasco al compás de la matanza bélica. El liberalismo aceptó la idea romántica de los fueros como expresión de la identidad vascongada que había fijado el fuerismo vasco a lo largo de todo el siglo pero, a la luz de la guerra civil y de su especial impacto en las provincias vascas, confirió a esa representación colectiva un componente psicológico, subrayando el carácter arcaísta, antiliberal y antipatriótico que la tradición crítica con los fueros había proclamado. A todo ello le concedió un significado carlista que vinculó a la foralidad. Según comentaba el corresponsal de La Correspondencia de España en 1876, el carlismo español «no ofrece en modo alguno los peligros que en las inaccesibles montañas del Norte, por cuanto no puede disponer (...) de los cuantiosos elementos que unas instituciones híbridas, un carácter refractario a todo adelanto y un fanatismo hasta la exaltación, dan en todo momento». Centrado el debate patriótico en un elemento romántico como eran los fueros, todo acababa derivando de una u otra forma a cuestiones de carácter, de psicología colectiva que contribuía a desmontar rápidamente un imaginario colectivo, el vasco, fuertemente imbuido de españolismo.

Toda esta maniobra de recalificación de la identidad vasca se sustentó en el nacionalismo. Nada más útil, en un contexto de guerra civil, que plantear discursos dicotómicos sustentados en criterios de inclusión/exclusión y en una definición política sumamente gruesa de la frontera de la identidad nacional. Se llegó, así, a elaborar una representación de la guerra como una lucha entre la nación española, que se había dotado por derecho de su soberanía de un régimen democrático, y unas provincias forales que eran retratadas como sistemáticamente opuestas a la voluntad de la nación y empeñadas siempre en acudir a la violencia con el fin de obstaculizar la adaptación del Estado a su espíritu liberal. La guerra carlista no era «una lucha de principios» sino «una lucha nacional» de los patriotas españoles contra «los habitantes rebeldes de unas provincias enemigas de la Nación, enemigas de su honra, enemigas de su prosperidad», afirmaba en el Congreso el diputado de la izquierda constitucional Carlos Navarro y Rodrigo en 1876.

Este nuevo arquetipo vasco, pese a que fue construido por una opinión liberal mayoritariamente centralista, no dejó de ser una adaptación del generado durante las décadas anteriores por el fuerismo regionalista en el marco del nacionalismo romántico español, que había convertido a los vascos en la semilla racial de la nación. La discusión sobre los vascos y sus fueros que se dio en los años del Sexenio y el comienzo de la Restauración muestra que el intercambio de imágenes tópicas sobre los vascos se produjo tanto entre los dos bandos enzarzados en una guerra civil como entre las propias secciones del liberal, tanto la fuerista descentralizadora como la centralizadora. Todo este juego de imágenes y representaciones acabó por dar forma a un nuevo estereotipo colectivo que hacía de los vascos una etnia singularizada en su psicología colectiva por los fueros y, en consecuencia, por la adscripción general a la causa del carlismo.

La simplificación nacionalista de la guerra civil como un conflicto entre la España liberal y el País Vasco carlista fue fácilmente aceptable por las masas populares pues comunicaba una idea fácilmente comprensible del estado del país. En esa representación dialéctica era donde la foralidad jugaba un papel fundamental al dotar de etnicidad singular al bando enemigo. Todo lo cual casaba, además, con la cultura de la época, acostumbrada a pensar los colectivos humanos desde peculiaridades psicológicas de trasfondo romántico que solían asociarse a códigos jurídicos como los fueros. Ello favorecía la explicación nacionalista de la guerra pues permitía a las élites liberales apropiarse de la nación y convertir al carlismo en un fenómeno exógeno a ella gracias a su identificación con un colectivo étnico singular: los vascos. Ya no eran los carlistas sino los vascos los que «han fusilado heridos y prisioneros, han saqueado pueblos, han violado mujeres, han robado cuando han podido», afirmaba en 1873 El Cañón Krupp.


LOS VASCOS Y LA PEDAGOGÍA DE LA PATRIA

Se da, así, la paradoja histórica de que un nacionalismo español intensamente cívico acabó por reforzar la imagen singular de los vascos respecto del resto de pueblos españoles, concediendo a este pueblo una precondición étnica que hacía contrastar y chocar con la nación y su identidad liberal. Mediante el recurso al prejuicio, el estereotipo, el mito y otros instrumentos característicos del discurso nacionalista, la opinión liberal buscó transformar el problema carlista en un problema vasco. Las élites y el Estado eludieron el fondo político de la cuestión, que era la debilidad de la cultura liberal y de la identidad nacional asociada a ella, recurriendo a la invención de un enemigo singular definido por una foralidad cuyos caracteres tradicionales quedaban recubiertos, ahora, de significado reaccionario. Aboliendo los fueros los liberales pretendían eliminar el carlismo cerrando los ojos al hecho de que éste era un problema nacional que no era producto de aquellos peculiares regímenes provinciales sino de las contradicciones político-ideológicas y la debilidad sociológica de su proyecto político.

El nuevo estereotipo vascongado fue, pues, un recurso retórico que tuvo como fin reforzar la identidad nacional mediante una dialéctica de contrarios común a todo nacionalismo, que se vio extremada en un contexto de guerra civil y disputa por la idea de nación entre dos bandos políticos. Para ello recurrió a elaborar numerosas imágenes colectivas y metáforas políticas de fuerte contenido nacionalista. La más importante fue la representación de los vascos como un pueblo bárbaro, fuertemente vinculada con tópicos campesinos que muestran la integración del patriotismo antifuerista en la cultura liberal de la época. Curiosamente, de nuevo de lo que se trató fue de recurrir a imágenes colectivas ya elaboradas a las que se dotaba de un nuevo sentido político. Y es que la identificación de los vascos con la barbarie no era un invento de las élites nacionalistas del Sexenio y la Restauración sino que se encontraba ya arraigada, con contenido positivo, en el fuerismo isabelino. De nuevo era desmontado, en beneficio de la identidad nacional, un imaginario regional fuertemente conservador y romántico, pero que tenía también un fuerte contenido españolista.

El nacionalismo del ochocientos era un discurso fuertemente identificado con una idea de nación que remitía inconscientemente a la ciudad y a su paradigma clásico, Roma, que era vinculada a la mitología del progreso y la civilización. Su opuesto estético y moral era el campo y el campesinado, vinculado al atraso y a la decadencia. La psicología peculiar atribuida a los vascos a través de sus fueros se asoció al mito del bárbaro alejado de la civilización liberal y, por lo tanto, de la identidad nacional. Este mito reforzó la escenografía romántica de aquellas tierras, sustentándola en una dicotomía de tonos clásicos entre civilización española y barbarie vasca, ciudad y aldea, constitución y fueros, sur mediterráneo y norte cantábrico. La guerra civil era representada como una lucha moral entre la nación y sus valores asociados, fuertemente imbuidos de estética clásica de signo ciudadano (civilización, progreso, modernidad, libertad, racionalismo, democracia, patriarcado, laicismo, inteligencia) y un colectivo étnico identificado con la barbarie desde tonos igualmente clásicos y estética campesina (salvajismo, primitivismo, arcaísmo, teocracia, feudalismo, caciquismo, oligarquía, matriarcado, ruralismo, analfabetismo, violencia, descontrol emocional, debilidad mental).

Políticos, intelectuales y, de manera muy especial, corresponsales de guerra, se encargaron de aderezar de estética romántica este imaginario bárbaro de los vascos mediante el insistente recurso a metáforas e imágenes descriptivas de intensa hondura plástica: valles recónditos, montañas de nieves perpetuas, naturalezas desatadas en forma de huracanes, tempestades o lluvias decoraban el fatigoso discurrir del ejército de la nación por unas tierras alejadas de la civilización, habitadas por indígenas que hablaban un idioma incomprensible y tenían costumbres y comportamientos refractarios a la modernidad. La crónica del corresponsal de La Correspondencia de España, que acompañaba en marzo de 1876 al nuevo rey Alfonso XII en su visita a estas tierras recién pacificadas, es particularmente característica de esta representación de lo vasco. El paisaje, la arquitectura, el carácter de los indígenas, todo «hace notar que éste es otro país diferente al resto de España en usos y costumbres, en ideas y pensamientos. (...) Una Esparta sui géneris que siempre, siempre estará en contra de lo que el resto de España acuerde, aunque redunde en su propio beneficio».

El carlismo constituía el resultado natural, en el plano político, de esta descripción del colectivo vasco con arreglo a criterios étnicos que hundían sus raíces en la mitificación romántica de la foralidad. Esta afinidad de la nueva imagen de los vascos con la cultura política liberal de la época en un contexto de guerra civil y choque de concepciones patrióticas puede contemplarse también en el espacio local. La opinión liberal de la ciudad de Bilbao colaboró, tanto como la de Madrid o Barcelona, en la representación de los vascos como un colectivo campesino cuyos rasgos psicológicos lo constituían en quintaesencia del carlismo. Los campesinos vascos eran «salvajes», «perezosos », «avariciosos», «miserables», «irracionales», «violentos». Su naturaleza bovina» les hacía permanecer sumisos a los caciques y curas carlistas que los levantaban en una guerra civil que constituía, por encima de todo, un conflicto entre «la Nación » y la aldea, entre unos ciudadanos alfabetizados que habitaban en las ciudades y eran capaces de imaginarse como nación, como comunidad soberana abstracta, y unos «montañeses» analfabetos cuya imaginación como colectivo se detenía en los lindes de su aldea, que combatían al Estado «sin alejarse de sus terruños», según comentaba El Cañón Krupp . Exactamente el mismo conflicto que se estaba librando en la Europa de la época. Y es que esta mención al terruño acerca este episodio histórico al estudiado por Eugen Weber sobre la modernización de las identidades y sociedades campesinas en la Francia del siglo XIX, cuya traducción francesa fue titulada, precisamente, La fin des terroirs .

La retórica resultante acababa por ser abiertamente nacionalizadora desde presupuestos claramente colonialistas. Para los liberales bilbaínos, madrileños o barceloneses los vascos eran, en su condición campesina, como los indios de Estados Unidos o los moros rifeños: un colectivo humano que debía ser civilizado, cuyo entramado institucional debía descuajarse de la mano de la escuela, el servicio militar y la modernización de la comunicación y la cultura. Frente al «estado mental» de los vascos había que poner, decía Emilio Castelar, «muchos maestros, muchísimos, pagados por el presupuesto nacional, que enseñen las nociones indispensables de una doble educación, nacional y racional». De ello dependía la grandeza de la nación y del régimen liberal, tanto el de 1868 como el que comenzó en 1875.Presupuesto previo de todo ello era derrotar el carlismo, que constituía, mucho más que una ideología política, una auténtica manifestación del «estado mental» vascongado animado por la foralidad.

Superado el imaginario fuerista clásico, los vascos ya no reflejaban, en virtud de sus fueros y peculiaridades culturales, un españolismo esencial a lo largo de la historia. Por el contrario, pasaban a representar todos los valores de los que un buen patriota debía abominar: el egoísmo, el privilegio, el materialismo, la insolidaridad, la irracionalidad, la barbarie. Su comportamiento histórico, dominado por el amor a los fueros, reflejaba la falta de un sentimiento, el de la patria, que animaba precisamente a valores opuestos a los que aquellos generaban: sacrificio, generosidad, desinterés, igualdad, civilidad... Folletos y discursos políticos y periodísticos incidieron en una nueva lectura histórica de los vascos que destacaba su alejamiento respecto de «los elementos de la vida íntima de la generalidad de la nación española», según afirmaba uno de los intelectuales antifueristas más viscerales, el abogado y periodista madrileño Francisco Calatrava, en 1875.

Y frente a las insistentes protestas fueristas de españolismo, fuertemente saturadas de patriotismo historicista, la retórica del nuevo nacionalismo español era muy diferente: «Los servicios de las generaciones pasadas no eximen a las nuevas generaciones de la necesidad de volver a prestarlos. La Patria vive y renace en cada nueva generación», replicaba en el Congreso, durante el debate foral de 1876, el diputado por la provincia de Córdoba, Antonio Mena y Zorrilla. El que los vascos hubiesen sido patriotas en el pasado, además de discutible, no les eximía del deber de serlo en el presente, repetían los discursos reiterados de la prensa y la publicística. Esta pedagogía de la patria que se hizo a costa de los vascos tuvo un marco político de aplicación muy singular: los debates parlamentarios que precedieron a la Constitución de 1876. Estos debates pretendieron reinventar el imaginario político de la nación tras el fallido experimento democrático. En ese contexto, la invención de los vascos como unos malos españoles permitía difundir la imagen positiva que de España y lo español pretendía transmitirse a los ciudadanos. Así, el imaginario vasco que se representó, imbuido de tradicionalismo y antiespañolismo, acabó por conferir a este colectivo un supuesto comportamiento separatista respecto de España. Y ello no porque se le entendiera como una nación alternativa a ella sino porque su carácter foral era tan opuesto al de la nación que sólo podía derivar en un comportamiento separatista, tal y como afirmaban periodistas, políticos o publicistas.

Resulta así que la etnicidad vasca no sólo fue un producto mimado por el patriotismo carlista en su retórica de oposición a la civilidad democrática, sino también por el nacionalismo español, incluyendo en este último tanto a su variante regionalista (fuerista) vasca como a la centralista madrileña. El País Vasco, en tanto que colectivo étnico singular, fue, en buena medida, una invención del nacionalismo español que tuvo como fin favorecer, por afinidad, la imaginación de la nación por las clases conservadoras y, por polaridad, la de las modernizadoras. El liberalismo conservador utilizó el País Vasco para dotar a la idea de España de tradición, religiosidad y pluralidad cultural desde 1834 hasta 1868. El progresista, por el contrario, recurrió a él para vaciarla de todos esos componentes potencialmente reaccionarios en su fallido intento por instaurar un régimen democrático (y un consiguiente Estado nacional cívico) entre 1868 y 1875. De hecho, con una guerra civil de por medio, el propio liberalismo conservador acabó por asumir buena parte de la retórica antivasca, como bien muestra el que diarios de esta ideología como El Diario Español, La Política o El Tiempo rivalizaran con El Imparcial en intensidad crítica con los fueros y los vascos.

La cuestión final reside en que, con ello, el nacionalismo español acabó siendo, si no el único inventor, sí el mejor fabricante de los vascos como una comunidad diferente y singular dentro de España. Él contribuyó a crear la estética del País Vasco contemporáneo. Insisto en que en esa nueva imagen lo que latía no era una imaginación nacional de los vascos sino su identificación con el estereotipo romántico español en su sentido más reaccionario y la consiguiente reubicación de los perfiles más desagradables de éste entre el Ebro, el Cantábrico y los Pirineos. Los vascos se convertían en la representación más perfecta de esa España machadiana «que ora y embiste» que volvía a rebelarse en 1872 en nombre de la tradición contra el proyecto de Estado liberal.

La atracción que los españoles habían generado en los románticos europeos había venido de su pretendida capacidad para entregar la vida -y arrebatársela, de paso, al vecino- por un ideal abstracto. Entre la nómina de ideales por los cuales los españoles se mataban con fruición en el siglo XIX los fueros ocupaban un lugar preeminente junto con la constitución, la religión, la monarquía o república, etcétera. Así, los vascos aparecían como un ejemplo del idealismo español apasionado e inútil tan celebrado allende los Pirineos y tan asumido aquende, reflejo de la parte más negativa del carácter nacional. Si, como afirmaba el ínclito Castelar en aquellos años, el tipo español por excelencia era don Quijote y la religión nacional era el quijotismo, la opinión liberal se desgañitó durante años en calificar a los vascos de «quijotes egoístas incorregibles». Los españoles quedaban liberados de su supuesto carácter irracional, pasional, sanguinario, cainita, del que habían sido investidos desde la guerra de la independencia por escritores, viajeros y políticos franceses, británicos o italianos. Este carácter pasaba a ser monopolio de los vascos, asociado a la foralidad, tal y como machaconamente repetían editoriales de periódicos, crónicas de corresponsales de guerra, folletos, discursos parlamentarios e ilustraciones satíricas en aquellos años de contienda civil. El debate foral que antecedió a la Ley de fueros de 1876 demuestra que las fronteras de identidad que dividen las comunidades humanas son socialmente producidas y no inherentes a la naturaleza de los individuos que las adoptan.


1876: ESTADO NACIONAL Y ANTIGUO RÉGIMEN

El nuevo estereotipo vascongado fue un reflejo fundamental del giro vivido por el nacionalismo español durante el Sexenio y el inicio de la Restauración. Pero resulta incomprensible si no es asociado, en paralelo, a la definición de una idea de nación ciudadana. La Ley de fueros de 21 de julio de 1876 fue el resultado de la voluntad de la comunidad política liberal por reforzar el concepto de nación española. Los fueros, al ser considerados el basamento institucional del carlismo, cuestionaban el monopolio de la fuerza legítima del Estado así como la igualdad ciudadana sobre la que se sustentaba su condición nacional. Asimismo, al ser representados como el alimento cultural del carlismo, definían un régimen provincial teocrático, caciquil y arcaísta que impedía a los campesinos acceder a la cultura nacional. Por todo ello era necesaria su abolición o, al menos, su modificación. El antifuerismo, además, reclamó una nacionalización de aquellas tierras que convirtiera a los aldeanos vascoparlantes en ciudadanos españoles.

La idea de nación que Antonio Cánovas del Castillo proclamó en 1876 y que sirvió de título a la ley que ventiló definitivamente la cuestión foral en julio de aquel año no era tan diferente, pese a lo que se suele afirmar y proclamar con cierta alegría, de la que por entonces formulaba Ernest Renan. El nacionalismo español que se expresa en el debate foral, tanto en su vertiente progresista y democrática como en la más conservadora, es buen ejemplo de la concepción nacional mixta, etnocívica, que permeó la representación de los Estados, como enseñan sociólogos y politólogos como Jacqueline Stevens, David Brown, Michael Hechter o Michael Billig y como sugiere una lectura atenta de teóricos del nacionalismo como Ernest Gellner, Benedict Anderson, Eric Hobsbawm o Terence Ranger.

En definitiva, la demanda antifuerista no constituía un sinsentido castizo más que añadir en la cuenta de una historia nacional desconectada del contexto europeo. La España unitaria reclamada frente a los fueros vascos por la opinión liberal remite a un contexto internacional de nacionalización de las masas que no fue un capricho político sino el resultado de guerras, revoluciones y mutaciones sociales y políticas que afectaron a los Estados occidentales en el último tercio del siglo. Estos fenómenos obligaron a reinventar la idea de nación desde criterios cívicos que llevaban aparejadas políticas de refuerzo estatal y de mayor centralización cultural y administrativa: de nacionalización, en definitiva. Eso es lo que ocurrió en Francia después de 1871, en Estados Unidos desde 1864, en Italia y Alemania a partir de 1870 o en Gran Bretaña por estas mismas fechas. Y en todo ese proceso se derribaron parlamentos locales, se arruinaron culturas campesinas, se reprimieron lenguas y dialectos, se desbarataron tramas caciquiles y se arrebató el poder a élites locales y a instituciones vinculadas a la reacción como la Iglesia, todo ello con el fin de construir comunidades de iguales sustentadas en culturas homogéneas.

La peculiaridad del discurso antifuerista no residió, pues, en sus contenidos políticos sino en la insuficiencia con que fueron aplicados en las provincias vascas una vez el liberalismo logró la victoria. Y en ello tiene una importancia fundamental el régimen político que sustituyó al Sexenio. El imaginario fuerista de los vascos formó parte del conservador, tanto liberal como tradicionalista, el mismo que los herederos del Sexenio temían que se reimplantase políticamente en 1875 tras el pronunciamiento de Arsenio Martínez Campos en Sagunto. Así, el antifuerismo fue utilizado, desde las sectores más izquierdistas, como un instrumento de crítica y oposición desde retóricas fuertemente patrióticas a cualquier intento por volver a la situación anterior a 1868. El fuerismo fue identificado con el planteamiento político de Cánovas, que expresamente había celebrado las virtudes del régimen foral salvo en su excesiva insolidaridad fiscal y militar. El limitado antifuerismo que este estadista adoptó en los debates constitucionales en que se resolvió la cuestión foral fue el que triunfó y se plasmó en la Ley de 21 de julio de 1876 cuyo título (Ley para que las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava contribuyan, con arreglo a la Constitución del Estado, a los gastos de la Nación y al servicio a las armas) deja bien a las claras la ausencia de fin abolitorio alguno. Sin embargo, el éxito simbólico fue para su variante radical, tal y como reflejó el calificativo con que fue descrita esa norma públicamente: ley de «abolición de fueros».

Esto no fue sino una pírrica victoria retórica del antifuerismo que debe achacarse al carácter movilizador que adquirió en su calidad de nacionalismo de Estado, que hizo imaginar en la opinión pública la existencia de una sintonía total entre las movilizaciones nacionalistas antivascas que se sucedieron desde el fin de la guerra y la promulgación de una ley que, en realidad, trató tanto de garantizar el mantenimiento de unos regímenes provinciales que, en realidad, gozaban del respeto de buena parte de las clases conservadoras. La Ley de fueros refleja cómo el régimen de Cánovas se preocupó bien en ahogar el nacionalismo cívico manifestado en la movilización antifuerista, producto de la cultura política del Sexenio. El estadista malagueño había mostrado siempre una gran simpatía por las provincias forales. Los vascos seguían siendo un modelo a seguir para el conjunto de los españoles, un símbolo patriótico referencial que estaba vinculado a unas instituciones forales «encarnadas en cada uno de los vascongados y que constituyen su manera de ser social, política y económica», según dejaría sentenciado en el preámbulo al Real Decreto de 28 de febrero de 1878 que daba origen al régimen de Conciertos. El fuerista Mateo Benigno de Moraza, en su encendido alegato en las Cortes en defensa de los fueros previo a la definitiva sanción de la ley, ya había dejado claro, desde un patrón ideológico común al jefe del Gobierno, que la cuestión que se ventilaba «no es una cuestión de mera localidad (...) [es] esencialmente nacional». Afectaba al fundamento de la nación, «a la más perfecta organización» de la familia española, que era la vasca. Y Cánovas era muy sensible a este simbolismo étnico de los vascos en el imaginario de la patria, tal y como había detectado el diario bilbaíno La Guerra en 1873 cuando le acusaba de pintar unos vascos «como desearía él que fueran todos los españoles».

No puede, pues, decirse que los fueros vascos fueran realmente abolidos con la Ley de 21 de julio de 1876 sino, en todo caso, un año después, debido a la disolución de las diputaciones forales impuesta por el Gobierno por no aceptar éstas la aplicación de dicha ley. Y ello sólo en el ámbito institucional, nunca en el cultural. Y es que el Estado no nacionalizó las provincias vascas en la forma que había demandado el nacionalismo español del Sexenio, con lo que permitió el mantenimiento de la cultura foral y, al sancionar dos años después un régimen de Concierto cuya legitimidad hacía derivar claramente de la tradición foral, alentó la desigualdad entre los españoles con arreglo a criterios étnicos. Pese a que la resolución constitucional del contencioso político con los vascos acabó con buena parte de las exenciones tradicionales que disfrutaban esas provincias, el espíritu de esa ley demuestra que, simplemente, se pretendió adecuar la foralidad vasca a la unidad constitucional del Estado, pero divorciándola de cualquier deseo de afirmación de la nación cívica.

El bienio 1876-1878 refleja que las élites del nuevo régimen alfonsino renunciaron a construir un auténtico Estado integral porque temieron su deriva democrática. Por ello favorecieron la reubicación política y reactivación de pervivencias del Antiguo Régimen susceptibles de modernización como el caciquismo o la propia foralidad, todo ello en el seno de un nuevo parlamentarismo más abierto que el de la época isabelina. El Estado permitió un nuevo régimen de exención de las provincias vascas respecto de la norma jurídica general. Quizá por ello Manuel Azaña, que hubo de lidiar con las consecuencias de esta política en la España de la II República, no dudó en calificar en 1933 el régimen de Concierto como «monstruoso». Porque lo que con él volvía a fracasar era el principio de igualdad ciudadana como significado primordial de la identidad nacional. El mismo principio que había sacado a la calle y al espacio público a miles de ciudadanos entre 1872 y 1876 en contra de los fueros vascos y en favor de la patria española.


GUERRA CIVIL Y NACIONALISMO DE ESTADO

La polémica foral muestra que la nación se había convertido, gracias al horizonte abierto por el primer experimento democrático de la historia de España, en el centro de la vida política y cultural. Constituyó el núcleo de la reivindicación antiforal y apareció como la protagonista absoluta del debate político de la época. Francisco Calatrava, a poco de que las cámaras del Congreso se abrieran para debatir la Constitución de la Restauración, dedicaba su estudio sobre los vascos y sus fueros «a esta ilustre nación, que clama por su unidad, por la paz y ventura de sus hijos, por la igualdad, libertad y confraternidad de todos ellos» y que «mediante sus mandatarios legales, se apercibe a deliberar, a legislar y juzgar sobre sus derechos, sus intereses y destinos». El régimen de 1868 cabalgó a lomos de un nacionalismo cívico que permeaba intensamente el discurso antifuerista incluso cuando ya había entrado con fuerza el tiempo de la Restauración.

La idea de nación empleada durante la guerra y posguerra se sustentaba en similares criterios de civilidad, romanticismo y estética urbana que los elaborados en los países del entorno. La España defendida contra los fueros y el carlismo, asociada a los soldados que caían en el campo de batalla, a los héroes de la guerra, al martirio y al sacrificio colectivo, a la soberanía de las Cortes, a la localidad o provincia y a imaginarios femeninos, familiares y religiosos de una intensa carga afectiva era imaginada como una «nación progresiva» y era asociada explícitamente a la Italia de Cavour, la Alemania de Bismarck o los Estados Unidos de Lincoln. La integración de las comunidades étnicas campesinas, como los vascos, los bretones o los corsos (o las comunidades indígenas en Argentina, México o Estados Unidos), en las culturas oficiales de los Estados nacionales era un paso fundamental para consolidar internamente antes de lanzarse a la posterior civilización de otros pueblos primitivos foráneos como los rifeños, los zulúes o los malgaches.
Abolir o modificar los fueros significaba, para la opinión española, alcanzar, en palabras del fuerista Fermín Lasala y Collado, la «última etapa de la unidad nacional» que permitiría acabar con la decadencia que había atenazado a España durante tres siglos y lograr su regeneración de la mano del imperio. El antifuerismo es buen reflejo de la presencia de una fuerte cultura nacionalista en la sociedad española de aquellos años.

No puede obviarse que la identidad nacional era adquirida por una parte aún muy minoritaria de los españoles, pero también que el proceso de esa adquisición era bastante más complejo que el que suele presentarse. Se solapó a otras formas de adhesión y lealtad tradicionales o novísimas: a la localidad y a la región, al Estado y a la religión, a la ideología y a la clase...

El discurso sobre los fueros vascos generó una amplia movilización intelectual y popular y muestra que el nacionalismo español funcionó por aquellos años en base a una singular dinámica de exclusión interna. Y ésta fue promovida por la prensa, la política y la publicística, que fueron, singularmente el primero, agentes banalizadores de la realidad y transmisores fundamentales del nacionalismo. La comunicación social que elaboraban se sustentaba en el prejuicio, el mito y la generalización simplificadora acerca de las identidades y los comportamientos colectivos. Y para ello fue fundamental la circunstancia de la guerra carlista. En España, entre 1868 y 1876, los contenidos culturales que tradicionalmente formaban la identidad nacional fueron orientados hacia una doble dinámica de exclusión e inclusión en la que han profundizado sociólogos como Zigmunt Bauman o psicólogos como Morton Grodzins y que estaba sustentada en criterios nacionalistas. Y esta dinámica estuvo fuertemente alimentada por la guerra civil. La identidad nacional fue afirmada durante estos años en base a una oposición entre dentro y fuera de la nación, entre lo familiar y lo ajeno, entre el liberalismo estatista y sus enemigos: el carlismo, el cantonalismo o el filibusterismo cubano. Los debates en torno al País Vasco, el carlismo y los fueros reflejan cómo una de las formas más eficaces de socialización identitaria en el pasado provino de la afirmación de la diferencia cultural como categoría de construcción de la identidad nacional. Y precisamente, este factor es el que más promueven los conflictos bélicos (externos o internos), gracias al reforzamiento de los mecanismos de identificación emocional con la nación mediante la mitificación del sacrificio colectivo y al reforzamiento de imágenes estereotipadas del enemigo común.

La fractura simbólica que generó la guerra civil favoreció la movilización de amplios sectores de la ciudadanía en defensa de la patria en tanto que común nación y ello, contra lo que se tiende a decir, no fue un fenómeno peculiar del inestable colectivo peninsular. La práctica totalidad de los Estados occidentales fueron el resultado de guerras civiles (la Vendée y la Comuna en Francia, la de secesión en Estados Unidos, las de unificación en Italia), guerras que sentaron puntos de no retorno en el camino de construcción de identidades nacionales que, como la española, se construyeron y socializaron en un juego político de inclusión y exclusión. A los liberales bilbaínos que soportaban el cerco carlista de 1874 no les cabía duda alguna de esa interdependencia entre la imaginación de la patria y la violencia política. Desde un elemental ejercicio de pragmatismo que luego los historiadores, con la perspectiva que nos ha dado el turbulento siglo siguiente, no hemos sabido comprender, reconocían que la identidad nacional era indisociable de la política ciudadana y la defensa armada de ésta. Así lo afirmaba su órgano de expresión, el periódico La Guerra: «Por mucho que dure la guerra civil (...) no se conoce aún partido alguno que de todas veras rinda las armas, renunciando a la victoria por amor a la Patria, por evitar a ésta nuevos sacrificios». Para un liberal, «donde no hay Libertad, no hay Patria», pues poco valía ésta «bajo el vergonzoso vasallaje de un rey absoluto y bajo el despotismo cruel y denigrante de la intolerancia católica».

Lo expuesto por la opinión pública bilbaína era lo mismo que formularía, dos años después, Juan Valera en un artículo de significativo título («De la perversión moral en la España de nuestros días»), publicado en la Revista de España . En él asociaba patriotismo con hacer una patria auténticamente nacional. Y es que la cultura de la nación convertía la guerra civil en un mecanismo de socialización y afirmación prácticamente inevitable pues sólo la violencia parecía asegurar esa libertad que era precondición para sentir la patria. Así lo había expuesto Miguel de Unamuno en su Paz en la guerra: «No era la tal guerra más que uno de los eslabones de la vida del pueblo español, un eslabón cuya última trascendencia era, tal vez, tan sólo la de mantener la continuidad de su historia». Don Miguel venía a reconocer, cuando el siglo iba consumiéndose, que la identidad nacional había sido interdependiente de la violencia civil, que el nacionalismo de España había nacido con una insaciable vocación cainita, como ya habían advertido a principios de ese siglo escritores que lo habían sufrido en carne propia como Moratín, Meléndez o Blanco White. Y esa dependencia nacía de la polaridad política que sus paisanos del combativo periódico La Guerra habían razonado como inherente a la identificación patriótica. La guerra civil alentaba el debate político y el juego de adhesiones que permitía comunicar la nación y convertirla en objeto supremo de la pugna política e ideológica. Enric Ucelay-Da Cal y Borja de Riquer pueden afirmar con razón en un brillante ensayo que la identidad española se construyó en ese siglo en una dinámica de guerra civil que contribuía a aumentar la movilización nacionalista, como acaba de demostrar Xosé Manoel Núñez en un brillante análisis sobre el último conflicto que, en el siglo siguiente, acabó por sacudir a la inestable comunidad de españoles.

La cuestión de los fueros vascos muestra que en 1868 comenzó un pulso social a favor de una mayor nacionalización de los españoles y, en especial, de unos vascos pintados como refractarios a la cultura de la nación. A la luz del discurso antifuerista más radical, el problema carlista podía haber sido un incentivo para este movimiento del Estado similar al que supuso el reto de la unificación en Italia y Alemania, o la derrota militar y la crisis política en Francia. Pero la amenaza carlista no afectó radicalmente a la consolidación de éste y la interpretación nacionalista que la opinión hizo de ella no contó con el respaldo de las clases conservadoras que lo volvieron a ocupar en el tramo final del ciclo bélico. En el palacio Real no se proclamó ningún Reich ni hubo una Comuna que se dedicara en las calles de Lavapiés o en El Retiro a fusilar obispos y quemar banderas nacionales. Las cosas fueron más tranquilas y, por lo tanto, pudo optarse por un cambio lento de la cultura y la sociedad españolas, un cambio al ritmo de las naciones, pensadas por el arquitecto de la Restauración, Cánovas del Castillo, como unas «fábricas lentas y sucesivas de la historia».

La intensidad del componente antivasco del nacionalismo español de estos años, de todas formas, creo que no tuvo una gran influencia en la formación del nacionalismo de separación que surgió en esas provincias dos décadas después de la Ley de fueros. En realidad, el antifuerismo reforzó la identidad vasca al ampliar la unanimidad patriótica de las élites vascas en torno al fuerismo ante la agresión de allende el Ebro, y dificultó que el justo medio que Cánovas trató de establecer entre la unidad constitucional y la autonomía foral fuese asumido como tal por esas élites. Pero su consecuencia no fue rupturista. Se limitó a fomentar la imaginación de esa polémica y de la Ley de 21 de julio como abolitoria y alentar una retórica política doliente y victimista en las provincias vascas que reforzó la identidad vasca sin por ello separarla de la española. Y es que los fueros siguieron siendo el mito de una identidad colectiva elitista que permaneció estable hasta la entrada de la sociedad de masas en la década de los noventa.

Bien es cierto, sin embargo, que no pudo resultar del todo inocuo el que los vascos hubiesen sido colocados en el espacio público, durante unos años cruciales, en categorías de oposición a la nación española, fuertemente saturadas de criterios separadores de signo étnico. Pero el grado con que este discurso nacionalista pudo afectar el imaginario cultural de las élites vascas es difícil de calibrar desde baremos sociales. Me resulta muy arriesgado poner en relación el debate patriótico sobre los fueros y sus extremos culturales e identitarios con el surgimiento del nacionalismo vasco una década después. Menos difícil me resulta, en cambio, afirmar que el surgimiento de éste sí tuvo más relación con la escasa voluntad del Estado reordenado en 1876 por fomentar una política nacionalizadora de signo ciudadano como la que había demandado el grueso del antifuerismo y que fue la practicada por los Estados europeos del entorno.

Y es que en la identidad vasca el referente de España siguió jugando un papel fundamental una vez se superó la polémica foral, fuera cual fuese su condición, tradicionalista o liberal. El fuerismo siguió siendo un discurso de patriotismo múltiple que representaba, en último término, una variante regionalista de nacionalismo español. «No hay, pues, ni debe haber antagonismo ni contradicción de ninguna clase entre la condición de vascongado, que por el hecho de serlo bueno, tiene que ser necesariamente buen español, ni entre la de español, que por el solo hecho de serlo bueno, tiene que ser a la vez buen vascongado y amante de cuantos derechos les correspondan al país vasco navarro», decía el integrista Liborio de Ramery respondiendo a las acusaciones de antipatriotismo vertidas contra su país. Y en mayo de 1876, en plena tormenta antifuerista, el periódico liberal fuerista La Paz, había contestado a un colega madrileño que le había preguntado si eran vascos o españoles: «Somos ambas cosas, porque no sentimos menos orgullo con el uno que con el otro título; somos ambas cosas, porque no son incompatibles ni antitéticas, sino todo lo contrario; somos ambas cosas porque las glorias de nuestras provincias van unidas con indisoluble lazo a las glorias de España, y porque tenemos títulos para llamarnos tan buenos españoles como los que en otras comarcas de la nación han nacido».

El fenómeno histórico de la abolición de los fueros vascos demuestra que el nacionalismo constituye un hecho cultural cuyo éxito proviene de su capacidad para aglutinar múltiples herencias, lealtades e identidades dotándolas de un significado político y un sentido movilizador. Las identidades étnicas o nacionales, y el nacionalismo que las asocia o crea, regionalista o centralista, de Estado o de búsqueda de éste, son culturas que, igual que son construidas, pueden ser deconstruidas. Por debajo de la emoción y del sentimiento que expresan figura una red de imágenes, signos, símbolos, ideas políticas y estereotipos, bañadas de prejuicios sobre la comunidad propia y la ajena. Esa anatomía de toda identidad colectiva puede ser despiezada y releída según claves políticas y culturales. Así lo defiendo en un libro, del que este artículo es resumen, recientemente publicado por el Centro de Estudios Políticos: La tierra del martirio español . En él planteo un caso histórico que me ayuda a reflexionar sobre un hecho en el que creo y postulo: que la esencia de todo colectivo humano nunca es natural, siempre es imaginaria. La nación es paradigma de ello. Y creo necesario advertir que no porque esa nación esté vinculada a un Estado y carezca, por lo tanto, de sustancia mitológica con que alimentar una retórica victimista, es más imaginaria que las otras, pese a que lo diga tanto dispensador de patente nacional que anda suelto por la actual clase política de este país llamado España. En esto, como en tantas otras cosas, no hemos cambiado mucho respecto de nuestros antepasados decimonónicos para nuestra desgracia colectiva.

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