Sobre José Antonio Aguirre y la II República, por José Díaz Herrera


Extracto del libro Los Mitos del Nacionalismo Vasco: Miserias, traiciones y bajezas del nacionalismo vasco a lo largo de más de un siglo
José Díaz Herrera


Le había prometido al presidente del Consejo de Ministros, Francisco Largo Caballero, que «su» ejército se bastaba y se sobraba para reconquistar militarmente todo el norte de España, desde León a Huesca, y crear la Gran Euskadi. Vino la hora de la verdad y sus gudaris fueron derrotados en Villarreal (Alava), la única batalla que plantearon en toda la guerra. El Frente Popular habla dispuesto 28 brigadas asturianas y santanderinas situadas a dos horas de distancia del frente alavés, pero José Antonio Aguirre se negó a aceptar la ayuda de un ejército «extranjero» y, para evitar imposiciones, rompió con las Fuerzas Armadas de la República. Su megalomanía constituyó su perdición porque, al no existir una «cabeza de puente aérea» entre Madrid y Vizcaya donde pudieran repostar los aviones que no debían desguarnecer la capital de España, la conquista de Vizcaya se convirtió en un paseo militar para las tropas del general José Solchaga. Su otra gran «hazaña militar» fue entregar toda la industria siderometalúrgica vizcaína intacta a los sublevados. En el momento en que el 60 por ciento de la producción de hierro y acero estuvo bajo control franquista, el destino de las armas se volcó rápidamente del lado de sus adversarios. Para justificarse, Aguirre se inventó que su nación había sido «invadida» por tropas extranjeras cuando los únicos que luchaban en uno y otro bando eran sólo vascos

Al día siguiente iba a ser investido Führer interino de todos los vascos y José Antonio Aguirre estaba en capilla cuando la Guerra Civil, ya declarada por ambos bandos, dio un giro inesperado. Las Brigadas de Navarra, las Brigadas de Castilla y otras fuerzas que se habían concentrado a 35 kilómetros de Madrid, en la sierras de Guadarrama y Gredos, al sur del Jarama y en las inmediaciones de Guadalajara, llevaban algún tiempo invernando. Con los frentes estabilizados no parecía que fuera a pasar nada importante antes de las Navidades.

Entonces ocurrió lo inesperado. Las tropas del general José Varela Iglesias, que acaban de liberar Toledo, avanzan triunfantes hacia Madrid apoyadas por los escuadrones de Caballería del coronel Félix Monasterio Ituarte, siguiendo dos ejes principales, las carreteras Mérida-Madrid y Toledo-Madrid. Al mismo tiempo, un grupo de cinco mil hombres mandados por el general Luis Valdés Cavanilles se mueve por las sierras de Gredos y Guadarrama, al oeste de Madrid.

Franco ve una nueva oportunidad de tomar Madrid y el 6 de octubre ordena a Varela y a Monasterio dividir sus fuerzas en cuatro unidades y lanzarse contra la capital de España. Así, tras una lenta progresión, a comienzos de noviembre, las ráfagas de ametralladora y el atronador fuego de los cañones y de los tanques y tanquetas Mark I y Fiat-Ansaldo se dejan sentir en Illescas, Navalcarnero, Pozuelo, Húmera, la Casa de Campo-Puente de los Franceses, la ribera del Jarama y en las cercanías del Aeropuerto de Barajas.

Mientras el 6 de noviembre los últimos miembros del Gobierno de Francisco Largo Caballero huyen a Valencia, el pueblo, organizado en milicias por el Partido Comunista, se prepara para la defensa de la Villa y Corte. El general Vicente Rojo, al frente del Quinto Regimiento; Buenaventura Durruti, que muere en la acción con su Columna Durruti, y otras unidades regulares frenan a los invasores hasta la llegada de las Brigadas 1nternacionales, que desembarcan en los puertos del Mediterráneo.

Una campaña de desinformación montada por Lev Feldbin, jefe de la GPU rusa en España, más conocido por Alexander Orlov, junto a la lucha heroica de esa «chusma indisciplinada y sin moral», como calificaba Franco a los milicianos y brigadistas, son las claves de la resistencia de Madrid en los momentos en que todo parecía perdido. El general Varela, que ha llegado con sus tropas hasta la calle de la Princesa, tiene que retroceder. Fracasado el intento de la toma de la capital de España, Franco decide acabar con el Frente Norte.

La batalla de Madrid ha proporcionado al recién nombrado presidente de los vascos unas semanas de estabilidad en los frentes para organizar la defensa de su «reino». ¿Ha aprovechado el tiempo?

El 7 de octubre de 1936, al asumir el poder en el País Vasco y enfrentarse a sus responsabilidades político-militares, en su doble condición de presidente del Gobierno interino y de consejero de Defensa, José Antonio Aguirre se encuentra con un panorama desalentador.

Las brigadas de Navarra, mandadas por el general José Solchaga y el coronel Camilo Alonso Vega, se han apoderado de las provincias de Guipúzcoa y Alava, dejando reducida su «nación» prácticamente a la provincia de Vizcaya.

Ha heredado, al mismo tiempo, un grave problema. Para no ser engullido por el enemigo, tiene que mantener un importante contingente de tropas inmovilizadas, acantonadas, para defender los tres frentes de guerra abiertos: el de Marquina-Lequeitio-Éibar-Elgueta-Elorrio (Guipúzcoa), donde tiene concentrados a 9.150 hombres; el de Ochandiano-Orozco-Aramayona-Gorbea-Ubidea (Arnurrio-Vitoria), con 2.456 hombres, y el de Arnurrio-Arceniega- Valmaseda (Burgos), que consume otros 3.250 soldados.

Si quiere tomar la iniciativa y lanzar una ofensiva para reconquistar su territorio o reforzar eventualmente cualquiera de los tres frentes ante un avance del enemigo, tiene que contar con una masa de maniobra, con un ejército de operaciones dotado de gran movilidad y los mejores medios. Sólo así tendrá capacidad operativa en cualquiera de los teatros de operaciones.
En resumen, es dueño de un país pequeño, casi ridículo, pese a sus poderosas empresas siderúrgicas y a su industria de guerra. Necesita mantener cuatro «ejércitos» plenamente operativos -tres de contención y un cuarto operativo- e incluso un quinto, que nunca llegó a formar, para defender autónomamente el llamado «cinturón de hierro».

Pese a tener todas las circunstancias en contra, Aguirre no pierde su optimismo. Confundiendo la guerra con un partido del Athletic, no se deja asesorar por nadie y mucho menos por los militares rusos. Por temor a ser desbordado por sus (enemigos interiores) los anarquistas, republicanos y socialistas que disponen de milicias fogueadas, se niega a crear un ejército popular y basa la defensa del País Vasco en las milicias de partido.

Y sigue cometiendo error tras error. Por miedo a perder el poder y a que el País Vasco se convierta en una filial del Estado, no reconoce el mando de los experimentados generales republicanos como Francisco Llano de la Encomienda, enviado a Bilbao el 14 de noviembre de 1936 a reconstruir el Ejército del Norte, ni el de los oficiales de Estado Mayor de la República.

Rodeado de militares de ascendencia vasca, sin experiencia militar, el lehendakari pierde el tiempo en peleas internas con los mandos de la República, durante el periodo en que las fuerzas nacionales están in movilizadas en el Frente de Madrid, o en proclamar la supremacía racial y militar del indómito pueblo vasco «a quien ninguna otra raza del mundo, desde los íberos a los sarracenos pasando por los celtas, godos y visigodos, ha sido capaz de derrotar desde la noche de los tiempos»

Pensar que los soldados de Franco seguían luchando con espadas de madera y ellos eran superiores a cualquier otro ejército le llevó a la perdición. Pese a ese engreimiento, dejándose llevar por sus asesores militares franceses e ingleses, Aguirre crea el ejército de maniobra compuesto por 26 batallones, la mayoría nacionalistas, con los que aspira a echar alas tropas nacionales de Álava, Guipúzcoa, Navarra y de las provincias adyacentes para crear la Gran Euskadi. «De los 16 profesionales que le recomendamos para el mando de esos batallones sólo aceptó a tres», escribe en su libro Santos Manínez Saura, secretario del presidente de la República Manuel Azaña.

Saura, que visitó el Frente Norte varias veces, fue consciente desde el principio de que la guerra allí estaba perdida, opinión que comparten otro socialista, Juan-Simeón Vidarte, y Enrique Castro Delgado, uno de los fundadores del Quinto Regimiento, enviado por el Partido Comunista de España a salvar Euskadi.

Juan Astigarrabia, el hombre del PCE en Bilbao, consejero de Obras Públicas del Gobierno Vasco, cuyas ideas «independentistas» eran bien conocidas, creía que los vascos, incluido él mismo, eran superiores en todo al resto de los comunistas de España.

Imbuidos en las ideas suicidas de la «superioridad de la raza vasca», la invulnerabilidad de las fortificaciones de las Inchortas y del «cinturón de hierro», Aguirre y los suyos pierden los meses en que el Ejército de Franco está embotellado en Madrid para instruir y organizar una poderosa fuerza militar.

Y pasó lo que tenía que pasar. «Empezadas las primeras escaramuzas el Ejército de operaciones se recluye en Bilbao desde donde todos los días salen aviones para Francia llevando a los familiares de los consejeros del Gobierno y de los oficiales de Estado Mayor, relata Santos Martínez Saura. Pese a todo, en el ínterin, haciendo gala de una temeridad inaudita, se lanza a la conquista de Álava.

A comienzos de noviembre de 1936, varios mandos del Estado Mayor Central de la República se trasladan a Bilbao con órdenes de proponer al presidente del Gobierno Vasco un plan de actuación conjunta con los batallones vascos.

Se trata -le explican- de lanzar una ofensiva coordinada de las tropas de Asturias, Santander y Vizcaya sobre la Meseta. Mientras los gudaris conquistan Villarreal y Vitoria, las divisiones de Santander y Oviedo, partiendo de Espinosa de los Monteros y Castresana, se lanzarían sobre Miranda de Ebro. Allí confluirían con las fuerzas vascas para explotar el éxito, caer sobre Burgos y dividir a las fuerzas de Franco.

El plan es excelente, pero en el hotel Carlton de Bilbao, sede del Gobierno Vasco, Aguirre se niega a realizar operaciones coordinadas con la República mandadas por un jefe militar español. Luego, con ese aire de autosuficiencia que le dan sus apellidos vascos, decide que él con su Ejército se basta y se sobra para conquistar las metas previstas. Lo afirma Francisco Largo Caballero.

Tras aquel primer desplante, los representantes del Frente Popular vuelven a insistir una y otra vez. El dueño de Chocolates Bilbaínos tiene su proyecto y no está dispuesto a compartir los laureles de la victoria con los españoles.

En los próximos días crea su propio mando militar integrado por el comandante Modesto Arambarri Gallastegui, capitán de Infantería quien, desde su humilde puesto de jefe de la Policía Municipal de Bilbao, había sido encumbrado a jefe de Operaciones del Ejército Vasco.

Al mismo tiempo, se provee de medios técnicos. A través del empresario Juan Manuel Epalza, nacionalista e hijo de Domingo Epalza, ligado al Banco de Bilbao, de los consejeros Telesforo Monzón y Heliodoro de la Torre y del secretario general de Presidencia, Antonio Irala, ha logrado sacar ilegalmente seis cajas de oro del Banco de España y adquirir una partida de armas de fabricación checa que transporta a Bilbao el miembro de Jagi-Jagi Lezo de Urreztieta.

Con aquellos 22.000 fusiles, dos centenares de ametralladoras, dos baterías de 75 milímetros y cinco millones de cartuchos, los batallones del PNV podían tomar la iniciativa y aniquilar a las tropas franquistas de la llanada alavesa, casi desguarnecida.

A mediados de noviembre, en una reunión secreta a la que asisten el presidente José Antonio Aguirre y el ministro de Justicia, Jesús María Leizaola, junto con el comandante Francisco Ciutat, jefe del Estado Mayor del Ejército del Norte, el comandante Alberto Montaud Nogerol, y el jefe de Operaciones, Modesto Arambarri, se fija el objetivo: la toma de la población de Villarreal.

Situada en la provincia de Álava, a 30 kilómetros de Vitoria, y a 50 de Miranda de Ebro (Burgos), la reconquista de Villarreal era clave para la toma posterior de Álava, casi indefensa desde el comienzo de la guerra.

«El éxito de la operación consistía en atacar con rapidez y energía y aprovechar el factor sorpresa. Por eso desplegamos 29 batallones, 13 que debían atacar de frente, seis desde el puerto de Arlabán, por el este, y otros seis desde el Gorbea por el oeste», recuerda el comandante Ciutat.

Los planes del Estado Mayor preveían, además, el empleo de 25 piezas de artillería, ocho carros, dos escuadrillas de bombarderos Breguet y unidades de apoyo de Sanidad, Intendencia e Ingenieros.

Rodeada de pinos y de estribaciones montañosas, bañada por el río Urquiola, con apenas 1.500 habitantes, incluidos los de los caseríos colindantes, la ciudad de Villarreal era uno de esos pacíficos pueblos alaveses donde nunca pasa nada.

El 30 de noviembre de 1936, mientras los generales Mola y Franco mantienen el sitio a la ciudad de Madrid, su nombre va a quedar marcado con letras de sangre y fuego en la Historia de España.

Al alba, una poderosa concentración de fuerzas, mandadas por el comandante Modesto Arambarri, al que acompañan el presidente José Antonio Aguirre y el general Francisco Llano de la Encomienda, 13 atacan la localidad desde todas las posiciones.

Ese día se cumple el 1.034 aniversario de la batalla de Padura y los gudaris vascos aspiran a revalidar el éxito alcanzado por sus antecesores en el siglo IX frente a los ejércitos leoneses (Supuesta batalla entre Vizcaínos y Leoneses que tuvo lugar en Padura – Vizcaya, aparentemente en el siglo IX) y a reconquistar su «independencia nacional» perdida al crearse el Señorío de Vizcaya.

La operación parece cosa de niños. Utilizando el factor sorpresa, con la ventaja del terreno, favorable desde todos los flancos, con más de 20.000 milicianos bajo sus órdenes, la victoria contra una población defendida por 638 hombres mal armados es un juego de niños.

Pero el 30 de noviembre de 1936, sin un príncipe encantado que les defienda, la batalla de Villarreal tendría un desenlace inesperado.

Pese a su inferioridad frente al enemigo, los defensores de Villarreal rechazan las embestidas de los batallones nacionalistas, que llegan a emplazar su artillería y morteros ante las mismas alambradas defensivas sin atreverse a rebasarlas.

«La potencia de fuego de los asaltantes es tal que aquello parecía el infierno. Miles de fusiles disparan a la vez contra blancos inexistentes, haciendo trizas edificios enteros que se derrumban por los efectos de la concentración de los disparos de fusil», recuerda uno de los sitiados.

Aunque los defensores de la villa pierden sus posiciones estratégicas, incluidos los montes cercanos, desde los que se les podía abatir a placer, la llegada de refuerzos mandados por el coronel Camilo Alonso Vega cambió el signo del combate y ayudó a los nacionales a reconquistarlos a un alto precio.

Entretanto, los nacionalistas, herederos de aquellos bravos soldados que jamás han sido derrotados, no pierden el optimismo. «Ofensiva en fase interesantísima. Nuestra gente se bate con extraordinario arrojo. Mañana estaremos a siete kilómetros de Vitoria. Necesitamos facilidades para equipar ejército de 50.000 hombres», telegrafía Aguirre.

«Aquel hombre que pretende establecerse al margen de la República, como un país independiente, cada día me envía por lo menos dos telegramas pidiéndome aviones y tanques», recuerda Largo Caballero.

El desenlace del combate fue espantoso. El 14 de diciembre la posición de Villarreal sufrió 2.600 disparos de cañón, numerosos impactos de mortero y 11 bombardeos. La batalla sigue sin decidirse y se mantiene así hasta comienzos de enero de 1937. En esas fechas, las fuerzas nacionales contabilizan 31 muertos y 221 heridos; es decir, la tercera parte de sus efectivos se encuentran fuera de combate. El llamado Ejército de Euskadi, con 800 muertos y 4.200 heridos, «pierde su primera guerra desde los albores de la humanidad».

Con ser grave, no fue lo peor. «Siete brigadas santanderinas y asturianas que se encuentran en Castro Urdiales (Santander) como tropas de refresco, listas para el combate, que en tres horas pueden estar en primera línea de fuego, esperan durante un mes la orden para tomar Villarreal que no llega nunca», recuerda el comandante Ciutat.

Haciendo gala de su estúpida arrogancia, Aguirre se niega rotundamente a recibir auxilios de unos maketos que encima no están vasquizados: «Nosotros nos valemos y nos sobramos para vencer a los rebeldes. Sólo necesitamos armas», replica a Largo Caballero.

Su soberbia acabaría conduciéndole a algo peor que a la derrota.
La retirada de Villarreal de las Victorias constituyó para Aguirre, sus mandos y los gudaris una tremenda humillación que pesaría como una losa en la moral de la tropa durante el resto de la guerra. «La catástrofe de Villarreal quebró en seco las quiméricas esperanzas del nacionalismo que soñaba una reconquista en exclusiva (sin la participación del resto de las fuerzas del Ejército del Norte) del tertitorio vasco» para crear la República de Euskadi, según José María de Areilza.

El Ejército de Euskadi y sus persistentes ansias de crear un estado independiente quedaron enterradas allí para siempre, aunque los batallones nacionalistas no dejaron de conspirar un solo día contra España.

Pero la pérdida de Villarreal tuvo repercusiones más graves: la condena de todo el Frente Norte, aislado de Madrid y del resto de España, a caer tarde o temprano en manos de Franco.

Sin la posibilidad de establecer aeródromos intermedios en Miranda de Ebro y Foronda para que los aviones pudieran repostar, la República se ve imposibilitada de enviar desde Madrid a sus bregueto, natachas, stukas y katiuskas a bombardear las posiciones enemigas en las Inchortas o el Kalamúa. Napoleonchu y sus ansias de poder acaban de cavar la tumba a la República, y no sólo en el norte de España.

Decidido a cometer error tras error hasta la derrota final, el 28 de enero de 1937, Aguirre da un paso más en su estrategia de ruptura y se enfrenta al presidente del Gobierno de la República, al que considera culpable del desastre militar de Alava por no desguarnecer Madrid y enviarle los aviones a él.

Ese mismo día, además, declara inexistente el Ejército del Norte, rompe cualquier tipo de relación con su jefe, el general Francisco Llano de la Encomienda, expulsa a la mitad de su Estado Mayor por españolista y asume personalmente el mando de los batallones.

Nacido en Ceuta en 1879, medalla militar individual en la guerra de Marruecos y capitán general de Cataluña en los días del Alzamiento, Llano de la Encomienda eleva su protesta al Gobierno. Pero Aguirre se niega a aceptar imposiciones de Madrid. «Un general que es la ineptitud absoluta, la personificación de la incompetencia, que no es capaz de comprender la idiosincrasia del pueblo, no puede desempeñar papel activo alguno», le transmite al presidente de la República.

«Además, los vascos somos un pueblo indómito que no hemos sido derrotados jamás en la historia, ¿para qué necesitamos asesores extranjeros?», repite una y otra vez a los corresponsales de prensa, haciendo gala de su proverbial modestia.

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