Pluralidad e Identidad, por Jon Juaristi


Pluralidad e Identidad, Historia mínima del País Vasco
Jon Juaristi, páginas 13-16


Marcelino Menéndez Pelayo y Friedrich Engels, desde visiones del mundo contrapuestas, coincidieron en definir a los vascos como un pueblo sin historia, aunque sus valoraciones respectivas de dicha condición fueron muy distintas, y si para Engels esta reflejaba la desgracia común a los “detritos de pueblos” que no habían logrado formar una nación, para el escritor montañés representaba una forma de ventura. Los pueblos sin historia como los vascos, afirmó Menéndez Pelayo y los repitió con frecuencia su antiguo alumno en la Universidad de Madrid, Miguel de Unamuno, son pueblos felices.

Este tipo de juicios tajantes nunca acierta al cien por cien. Como los individuos, los pueblos suelen pasar por épocas más o menos dichosas y más o menos desdichadas. Pero es que resulta muy discutible que los vascos carezcan de historia. Y aún más que constituyan o hayan constituido un pueblo, es decir, un solo pueblo. Los vascos actuales pertenecen a estados diferentes. Unos son ciudadanos españoles, y otros franceses. Ahora bien, esta división no es consecuencia de su pasividad, insignificancia o debilidad histórica. No han sido colonias a otros estados ajenos, ni pueblos sometidos por la fuerza a otros distintos. En la historia de España han tenido siempre un papel importante, como individuos y como colectividad.

Estuvieron en el origen de casas importantes de la nobleza castellana, participaron muy activamente en la lucha contra el islam en la península ibérica, gozaron durante el Antiguo Régimen de una situación fiscal privilegiada, influyeron decisivamente en la política imperial de los Austrias y de los Borbones a través de la nutrida presencia de secretarios y ministros vascos de un estado que, en buena parte, fue creación suya, y ocuparon puestos de primera importancia en la iglesia española, en el ejército, en la armada, y en la administración de las colonias americanas.

En la España contemporánea, su presencia ha sido abrumadora en las oligarquías financieras e industriales, en las clases políticas, en la diplomacia y en la academia, en la literatura, la arquitectura, el urbanismo, la música y las artes plásticas.

En el caso de los vascos de Francia, siempre menores en número y habitantes de una de las regiones más pobres del hexágono, su papel en la construcción de la nación no fue en absoluto parangonable al de los vascos de la península. Sin embargo, no opusieron al estado moderno nada parecido a la fuerte resistencia que los campesinos y la nobleza rural de las provincias vascas de España plantaron al liberalismo durante las guerras civiles del siglo XIX. No simpatizaron con la revolución ni con la monarquía de julio ni con la tercera república, pero su hostilidad a las ideas modernas y a la soberanía nacional, atizada por el clero y los nobles legitimistas, como en Bretaña, sino en la deserción en tiempos de guerra, y la emigración a América en los periodos de paz.

Solo la política educativa de la tercera república, mediante la escuela y el cuartel, consiguió inducir en los campesinos franceses, incluidos los vascos, un patriotismo cívico. Con bastante éxito: si durante la guerra francoprusiana la deserción de jóvenes vascos fueron masivas, en 1914 marcharían disciplinadamente a las trincheras, cantando La Marsellesa, con sus capellanes al frente.

El País Vasco francés no salió de su estancamiento económico, pero sus corrientes migratorias se orientaron hacia el interior de Francia en vez de hacerlo, como en el XIX, hacia Argentina, Uruguay, las colonias francesas y el oeste de Estados Unidos. El servicio doméstico en las ciudades del norte, la policía, el ejército y el pequeño funcionariado fueron, desde finales de la Gran Guerra, destinos preferidos de los emigrantes vascofranceses, que, salvo alguna excepción notable, como el cardenal Etchegaray, no han dado nombres destacables ni abundantes a la iglesia gala.

El nacionalismo vasco no puede alegar en su favor la existencia de una pretendida entidad política unitaria. A lo largo de la Edad Media, los vascos de España estuvieron divididos en dos reinos, Castilla y Navarra, y no fueron raros los enfrentamientos bélicos entre las poblaciones de ambos lados de la raya. El sueño de la unidad de los vascos fue forjándose en la modernidad. Primero, con los ilustrados vascos españoles del XVIII que auspiciaron una fraternidad de las provincias occidentales plasmada en el lema de las Sociedad Bascongada de Amigos del País: Irurac Bat (las tres, una). Después, con el ideal de la Unión Vasconavarra impulsado por la sociedad fuerista de la Restauración bajo la consigna Laurac Bat (las cuatro, una), que llamaba a la integración de las Vascongadas y Navarra. Finalmente, el nacionalismo alentó la utopía del Zazpiak Bat (las siete, una), la aspiración a un estado vasco independiente que comprendiera las cuatro provincias españolas (Vizcaya, Guipúzcoa, Álava y Navarra) y los tres territorios vasconfranceses (Labort, Baja Navarra y Soule). En vano.

La planta política de la región vasca sigue siendo hoy muy parecida a la del Antiguo Régimen: vascongados y navarros pertenecen a dos comunidades autónomas distintas bajo soberanía española y los territorios vascos de Francia se hallan incluidos junto al Bearn en una circunscripción administrativa francesa.

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