Los vascos y sus reyes, por Ignacio Suárez-Zuloaga

Los vascos y sus reyes





Ignacio Suárez-Zuloaga Gádiz (El Correo) 19/06/14

Quienes critican la Monarquía por no ser moderna deberían renunciar a los ‘derechos históricos’ provenientes de los Trastámara y al Concierto Económico que sancionó Alfonso XII

Miguel de Cervantes, por boca de Sancho Panza, escribió con sorna que para ser secretario (ministro) del emperador, bastaba con ser vizcaíno (apelativo de todos los vascos) y saber escribir. Resumía así el protagonismo vascongado en el Gobierno del Imperio, que comenzó a inicios del siglo XVI con la regencia del cardenal Cisneros –en la que todos los ministros tenían apellidos vascos– y continuó hasta finales del siglo XVIII; ningunos súbditos podían rivalizar con ellos, a pesar del pequeño tamaño del territorio y su nula aportación fiscal al sostenimiento del Imperio (a excepción de los donativos de las diputaciones). Aquellos vascos correspondieron con gestos inauditos de lealtad. Uno de los más espectaculares fue el amotinamiento de las tripulaciones vizcaínas a las órdenes del Gran Capitán en la campaña contra los turcos de Albania; cuando un navío francés se unió a la escuadra cristiana sin haber saludado protocolariamente a la nave capitana, los vizcaínos lo interpretaron como un agravio al rey de Castilla (que no estaba allí); al amenazarles con hundirles a cañonazos, los franceses se hicieron a la mar, volviendo a incorporarse sin olvidar el saludo.

La identificación de la población vasca con los reyes de Castilla se cimentó durante los reinados de Enrique IV e Isabel I, que propiciaron el desarrollo de las hermandades (cuerpos represivos) de los territorios históricos; estas derrotaron a los caballeros banderizos que habían convertido Vasconia en uno de los lugares menos seguros de Europa. Los reyes también sostuvieron el autogobierno de las villas frente a las anteiglesias controladas por los banderizos, y desarrollaron un sistema foral basado en la recopilación de los fueros, la institucionalización de las juntas de representantes y las diputaciones encargadas de implantar sus acuerdos; la división de poderes se hizo desde el tribunal regio de Valladolid. La subsistencia de los pobres se alivió con la exención de los impuestos para la importación de alimentos y la prohibición de exportar trigo. No menos importante fue el reconocimiento de la hidalguía de todos los vecinos, con independencia de su renta; igualdad jurídica insólita en Europa, que garantizaba derechos civiles avanzados y facilitaba encontrar trabajo en la Administración, los ejércitos y la Iglesia. Razones últimas del instinto de superioridad asociado a los vascos ya desde entonces.

La confianza se rompió en el verano de 1794. Primero fue la débil resistencia de la irreductible fortaleza de Hondarribía ante la invasión francesa; después, la entrega sin lucha de la fortaleza de San Sebastián, y finalmente, la traición en Getaria de los junteros guipuzcoanos, que propusieron convertirse en protectorado francés. Aquel gesto tuvo nulas consecuencias prácticas, pero los gobiernos centrales lo emplearon para justificar el comienzo de políticas homogeneizadoras.

Durante siglo y medio, los vascos se dividieron entre monárquicos feroces y monárquicos moderados. Los más numerosos eran los llamados ‘realistas’ (y luego carlistas) furibundos clericales y tradicionalistas; sus oponentes eran los liberales o cristinos, que desde mediados del siglo XIX se añadieron el apellido de ‘fueristas’. Como en el resto de España, el patético final del reinado de Isabel II supuso el surgimiento del republicanismo vasco. Este solo irá ganando lentamente algún protagonismo desde finales del siglo XIX, cuando socialistas y nacionalistas vascos optan por él. Sin embargo, el conjunto de los monárquicos (conservadores y liberales dinásticos, carlistas, integristas y demócrata-cristianos) predominarían en Álava y Gipuzkoa hasta 1936; decenas de miles lucharían en el bando franquista durante la guerra.

La decisión del general Franco de declarar ‘monárquico’ su régimen –a pesar de que don Juan de Borbón estaba en el exilio– denigró a la Corona. En la etapa final del régimen los descendientes de muchas familias carlistas se fueron integrando en la izquierda abertzale; como heredera del tradicionalismo local asambleario y del imaginario irreductible de los matxines (obreros metalúrgicos) y carlistas que lucharon en defensa de los fueros. El grupo sociológico monárquico fue reduciéndose a los votantes del PP, algunos socialistas y de UPyD, y los peneuvistas provenientes de UCD.

Los detractores de la monarquía insisten en que fue instaurada por Franco; lo que la privaría de legitimidad. Pero no explican qué régimen hubiera podido sustituir al franquismo sin provocar un baño de sangre. También alegan que no es moderna porque no es electiva, violando nuestro igualitarismo vascongado. Argumentos ciertos, pero que no escuché cuando la economía florecía y el ciudadano Urdangarin –de ilustre familia nacionalista– se desposó con una infanta de España. Personaje del que no se habla, pues pasó de popularizar la monarquía entre los vascos a generar un extendido bochorno colectivo.

La realidad es que la identidad foral vasca está íntimamente ligada a la institución monárquica; y sin esta hubiera sido imposible aquella. Quienes la atacan por no ser igualitarista y moderna deberían solicitar la renuncia a los ‘derechos históricos’ provenientes de los reyes Trastámara, y al concierto económico que sancionó Alfonso XII; pues siendo unos privilegios medievales, y el otro, una norma excepcional y ‘transitoria’ (desde hace más de un siglo), constituyen reminiscencias aristocráticas (como nuestros antepasados, que eran hidalgos). Así, todos tan iguales como los demás ciudadanos del Estado, ¿no?



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