Las provincias vascas nunca han sido una nación, por Jesús Casla


Las provincias vascas nunca han sido una nación
Jesús Casla, La Mañana

Jesús Casla es periodista. El texto que reproducimos ha sido enviado por el autor al diario La Mañana, de Buenos Aires como réplica al artículo publicado el 18 de julio de 2005 por dicho diario, escrito que no ha sido publicado aunque da buena y abundante acogida a toda manifestación, de cualquier tipo, promovida por el Centro Vasco, reducto de separatistas exiliados tras la guerra civil, y tras sus acciones terroristas de hoy.


Las provincias vascas (Álava, Guipúzcoa y Vizcaya), también denominadas en su conjunto País Vasco, no son ni nunca han sido una nación. A la confusión que envuelve al caso vasco ha contribuido de manera palmaria el nacionalismo de aquella región, convertido en gran expendedor de mentiras históricas y generador de mitos cargados de rencor hacia el resto de España. Nada más lejos de la realidad, entonces, que esas afirmaciones mitológicas que aseguran que en el pasado los vascos habrían constituido una entidad política conjunta, habrían tenido como única lengua el euskera y habría sido oprimidos por España y Francia. Llegado este punto, conviene hacer un breve repaso histórico que, sin duda, resulta sumamente interesante. En plena evolución de la Reconquista, los reyes vascones de Navarra, reino al que pertenecían las actuales provincias vascas, nunca desearon crear un estado vasco sino, por el contrario, reconquistar España a los árabes. Más tarde, no fue Castilla, por entonces una entidad política menor, la que impuso su lengua sobre el eusquera o vascuence, sino los propios reyes de Navarra los que adoptaron la lengua castellana para redactar sus documentos oficiales, adelantándose, curiosamente, más de medio siglo a los propios reyes de Castilla, como reconociera un autor tan nacionalista como fray Bernardino de Estella, quien, además, evidenció la histórica falta de conciencia nacional de los vascos.
 
Es evidente que nunca existió en las provincias vascas una conciencia nacional. De hecho, las tres provincias, individualmente, que no en conjunto, estuvieron ligadas voluntariamente a Castilla. Guipúzcoa, desde el siglo XI por solicitud voluntaria, denominándose ellos mismos, con orgullo, «castellanos». Álava, desde el siglo XIII, exigiendo a la corona castellana que dicha provincia nunca fuera enajenada de Castilla. Vizcaya, desde el siglo XII, también integrada a petición propia como parte de Castilla. Consta históricamente que ya por entonces, incluso antes de su voluntaria integración en Castilla, las deliberaciones de aquellas juntas generales de cada una de las provincias se hacían en castellano, no en vascuence. A partir de entonces, las provincias vascas y los vascos exhibieron como pocos su españolidad. Recuérdese, sin ir más lejos, sus muestras de patriotismo español durante la invasión napoleónica o su protagonismo en la conquista y colonización de América. Después, en el transcurso del siglo XIX, las guerras carlistas, en contra de lo que pretende el nacionalismo, dividieron a los vascos no entre españolistas e independentistas, sino entre españoles liberales y españoles absolutistas (carlistas), como ocurrió en el resto del país. Y para que no quede ninguna duda al respecto, el vasco Fidel de Sagarminaga afirmaba entonces que «el derecho de los vascos consiste en continuar nuestra historia y tradición, no en provecho solamente propio, sino en provecho común de la nación española. Los vascongados -fíjense que ni siquiera los foralistas como Sagarminaga insinuaban el concepto nación- no han sido nunca otra cosa que españoles».
 
No fue hasta finales del siglo XIX, con la aparición del fanático racista Sabino Arana, cuando artificialmente se rompió la secular identificación entre las provincias vascas y España. De Arana está todo dicho; sólo añadiré que Miguel de Unamuno, sin duda el intelectual vasco más preclaro del siglo XX se refería a él como «tontiloco». Sin embargo, el nacionalismo vasco bebe de las disparatadas fuentes de Arana; quien, por cierto, en un último, y seguramente único, alarde intelectual, renegó al final de sus días de cuantos dislates había lanzado en vida. Desde luego, hay que ser muy imbécil para invocar razones de carácter étnico como sustento del nacionalismo en cualquier región española y, también, en el caso de los vascos.
 
Queda patente cómo en el caso del nacionalismo vasco éste se debe principalmente al propósito político de unos cuantos visionarios y no a la existencia real de un hecho diferencial que ha sido construido de la nada por ellos sobre bases imaginarias. Nunca, insisto, existió una unidad política vasca independiente que aglutinara a las tres provincias. En cambio, como hemos visto, cada una de ellas tenía relación directa e independiente con la corona de Castilla. Parecido es el caso del euskera, pues nunca existió una lengua vasca unificada, ya que en diferentes comarcas de cada una de las provincias se hablaban otras tantas variedades de lo que hoy se denomina euskera; lenguas o jergas incompletas y muertas, en definitiva, que se han hablado a lo largo de la historia sin que en ningún momento se impidiera su uso. Sólo la intención política de diferenciarse y de construir el hecho diferencial ha propiciado la conversión del euskera en un idioma politizado y nacional unificando, primero, aquellas jergas y completándolas, después, con vocablos inventados y neologismos. Obviamente, la realidad puede más que la ficción y hoy la inmensa mayoría de los vascos siguen desconociendo el euskera, a pesar del ingente esfuerzo realizado por los nacionalistas, sobre todo en las tres últimas décadas. El castellano, no por imposición, sigue siendo el idioma común y más empleado en esas tres provincias españolas.
 
Hecho este repaso histórico, daré respuesta a una serie de aseveraciones de Mariano Saravia que, por infundadas y disparatadas, no soportan el más leve juicio crítico. De entrada, el título del libro, Naciones secuestradas, es suficientemente elocuente y, como si de un titular de prensa se tratara, parece intentar acaparar la atención del lector cometiendo, sin embargo, el primer error, por cuanto las provincias vascas, la Comunidad Autónoma Vasca, si lo prefieren, no constituye una nación. Una cosa es la realidad y otra bien distinta las imaginaciones infundadas de los nacionalistas.
Se esgrimen parecidas circunstancias para el Ulster, Quebec y las provincias vascas cuando la historia demuestra que son casos y situaciones completamente distintas, fruto de sucesos y procesos históricos disímiles. No conviene trivializar estas cuestiones si se pretende aportar algo serio y documentado, más allá de un título rimbombante, pero vacío. En la parte inicial de este escrito creo que ha quedado suficientemente argumentado y documentado históricamente por qué las provincias vascas no constituyen una nación. Y no puede basar sus afirmaciones Saravia en que ha vivido y estudiado en las provincias vascas, en Ulster y en Quebec. Tan endeble argumento, como comprenderán, no presupone ningún respaldo de veracidad cuando él mismo reconoce que no cree en la objetividad. Yo sí creo en la objetividad y en la verdad histórica. Habrá que pensar, por tanto, que Naciones secuestradas se acerca más al género novelesco que al ensayo histórico serio. Evidentemente, al menos en lo que respecta a su estancia en las provincias vascas, se deduce que Saravia no aprovechó su tiempo para estudiar y documentarse. Sólo así se puede llegar a comprender sus afirmaciones. El señor Saravia debería leer, documentarse, acumular acervo histórico, documental e intelectual como sustento ineluctable y firme para futuras novelas, ya que, como dice, no cree en la objetividad. Mientras tanto, debe desterrar los juicios superficiales infundados porque, semejante concatenación de disparates manidos y trillados no contribuyen, en absoluto, a otorgar crédito alguno a sus novelas «pseudohistóricas».
 
Habla Saravia de opresión, de prohibición del uso de la bandera vasca (ikurriña), de intereses económicos en juego, de la prohibición del uso del idioma y otros tantos dislates que, de verdad, me llevan a dudar en qué «país vasco» puede haber «vivido y estudiado». Porque, como sabrá, y si no confío en que se vaya enterando, España es hoy el Estado más descentralizado de Europa, con prácticamente todas las competencias de autogobierno transferidas a sus diecisiete Comunidades Autónomas, especialmente en el caso de Cataluña y del llamado país vasco.
 
Menciona la opresión interior que sufren los vascos y no alcanzo a comprender a qué opresión se refiere, ni qué entiende Saravia por opresión. ¿A quién se está oprimiendo? El único opresor en las provincias vascas es el nacionalismo, especialmente el nacionalismo radical: el entramado de ETA. Los únicos oprimidos, los políticos vascos no nacionalistas que representan a más de la mitad de la sociedad, y los empresarios vascos reacios a ceder al chantaje etarra pagando el «impuesto revolucionario» con el que la banda criminal financia sus asesinatos y su entramado de violencia y hostigamiento a «los otros» vascos, los españolistas. Estos son los únicos oprimidos y las únicas víctimas en las provincias vascas; los que viven con guardaespaldas por miedo a recibir un disparo en la nuca; los que cada mañana miran los bajos de su automóvil por miedo a que los miembros de ETA les hayan colocado un paquete bomba que siegue sus miembros o trunque sus vidas. Esos y no otros son los oprimidos, las víctimas, los que todavía se atreven a manifestar su españolidad a pesar del hostigamiento continuo. Si, como Saravia  afirma, España fuera de veras un Estado represor, el entramado etarra no podría hacer alarde de sus coacciones impunemente a plena luz del día como acostumbra a través de eso que se ha dado en llamar «violencia callejera» o kale borroka. Asegura que, al menos en el caso de los vascos, «son conscientes de la dominación a que están sometidos».
 
Supongo que se refiere a los más de doscientos mil vascos que han tenido que exiliarse a otras zonas de España cansados de sufrir en sus carnes la inseguridad a la que les someten los que, paradójicamente, Saravia denomina víctimas. El caso de los exiliados vascos en otras partes de España merecería un interesante análisis político, pues ha sido alimentado sutilmente por el nacionalismo para desprenderse de cientos de miles de votos españolistas que, sin duda, desnivelarían la balanza electoral de manera decisiva hacia los partidos nacionales (PP y PSOE). Esta es la clave con la que se debe interpretar el anhelo del Plan Ibarreche –del que Álava se ha desmarcado- de conceder el voto a los descendientes de vascos residentes en el extranjero -pero debidamente aleccionados en la mitología nacionalista-, olvidando y marginando, en cambio, la existencia de esos más de doscientos mil vascos expulsados de aquellas provincias por ser españolistas y no comulgar con los propósitos excluyentes de los nacionalistas.
 
Habla también de censura a los «medios de comunicación vascos», lo cual tampoco es cierto. El pasado día 22 de marzo de este año, Iker Fernández, a la sazón profesor de euskera de visita en Bolívar, afirmaba sin rubor que los medios vascos son censurados y clausurados por editarse en euskera. Olvidaba un pequeño detalle: tanto el diario Eguin como el diario Egunkaria, a los que se refería, fueron clausurados no por editarse en euskera (si así fuera nunca habrían llegado a nacer) sino por existir evidencias de que eran órganos de difusión etarra, al menos eso determinaron los tribunales de justicia, pues desde sus páginas se apuntaban incluso cuáles iban a ser los próximos objetivos de la banda terrorista.
 
Para colmo de la desfachatez, Mariano Saravia denomina «presos políticos» a los asesinos etarras encarcelados que, mediante las armas, aspiran a instaurar en aquellas provincias una dictadura marxista. Reconozco que es este un alarde de eufemismo difícilmente superable y una muestra de demagogia de campeonato. Los asesinos, los amos de las pistolas, los chicos de los paquetes bomba, los recaudadores del «impuesto revolucionario», los secuestradores, los amigos de la extorsión, los valientes del tiro en la nuca, ya ven, convertidos en víctimas. Vivir para ver.
 
Esgrime lo étnico como sustento del nacionalismo vasco y vuelvo a preguntarme si es cierto que Saravia haya llegado a visitar España, porque si así fuera resulta impresentable que no se ruborice al afirmar la coexistencia en España de diferentes razas. Advierto en el autor de Naciones secuestradas un sexto sentido visionario capaz de atisbar diferencias raciales donde no las hay, aunque me inclino a pensar, lo lamento, que su libro no es más que una sarta de atavismos refritos convenientemente aderezados con abyectas intenciones de regresión histórica. ¿De veras sostiene que existe una raza vasca? Incluso Sabino Arana renegó de ello antes de morir. A la postre, va a resultar que alguien cree todavía en la patraña del RH+, cuando en los círculos nacionalistas ya ni se menciona por temor al ridículo.
 
Asegura el autor que los vascos gozan del «mejor nivel de vida de Europa» y que «hay muchos intereses económicos dado que el País Vasco está muy desarrollado y es muy rico». Lamentablemente, las provincias vascas no gozan del mejor nivel de vida europeo; aunque sí disfrutan de uno de los mejores niveles de renta en España junto con Navarra, las islas Baleares, Cataluña, Madrid, La Rioja y Aragón. Es importante tener en cuenta que el desarrollo industrial vasco fue favorecido decisivamente por Franco en los años 50 y 60, y que a ese desarrollo económico que muestran ufanos los nacionalistas contribuyeron con su esfuerzo miles de trabajadores de otras regiones de España, a los que ahora el nacionalismo excluye y desprecia en su empeño por generar una España de primera y otra de segunda categoría. Así pues, la industrialización se forjó, principalmente, con recursos públicos de la nación –española-, no como nos quieren hacer creer los nacionalistas. Del mismo modo, la reconversión de aquella industria, acometida en los años ochenta, se sufragó en su mayor parte con fondos públicos procedentes de Madrid. Como ven, a menudo el nacionalismo vasco es capaz de tragarse su orgullo por un plato de lentejas. Y ya que ha salido Franco a escena, recuerden que el alzamiento franquista de 1936 triunfó en la provincia de Álava. Además, los nacionalistas, que tanto alardean de su presunta oposición al franquismo, traicionaron al Frente Popular en plena Guerra Civil para pactar con los denostados Nacionales. Las hemerotecas afean y evidencian actitudes pretéritas, como demuestra el hecho de que los nacionalistas no le hicieron ascos en ningún momento al régimen franquista. Otra cosa bien distinta, de cara a la galería, es la versión victimista actual.
 
Denuncia Mariano Saravia el hecho de que en Navarra no se permita la enseñanza del euskera y la colocación de la enseña vasca en edificios oficiales, bandera, por cierto, que inventó Sabino Arana. Olvida, o desconoce, que Navarra es una entidad política y administrativa totalmente distinta e independiente de la Comunidad Autónoma vasca y que, por ello, esas denuncias son absurdas. Esa pretensión que esboza Saravia  pone en evidencia un aspecto del nacionalismo que no debemos dejar de lado: su carácter expansionista e insaciable. Por un lado, denuncia supuestas opresiones y sometimientos y, por otro, no disimula su propósito de expansión y dominio hacia regiones vecinas, llámese Navarra, el sur de Francia, Cantabria o Castilla, como el Condado de Treviño. El de la bandera vasca y el euskera en Navarra sí es un caso de pretendido dominio y expansión sobre una Comunidad Autónoma que es y se siente española, en la que un día estuvieron integradas las tres provincias vascas, no al contrario.
 
Menciona, asimismo, el derecho de autodeterminación, cuestión suficientemente expresada en el artículo 2 de la Constitución de 1978, de la que los nacionalistas se aprovechan cuándo y cómo les interesa, por ejemplo para obtener las altas cotas de autogobierno actuales; pero ignoran deliberadamente cuando sus propósitos incumplen o violan la Norma Básica. He ahí el carácter insaciable, en este caso, del nacionalismo vasco. Hay que reconocer, no obstante, lo perverso y paradójico del sistema político español. Para entendernos: Vascongadas, con 7.234 km², tiene una superficie inferior a la de la provincia de Málaga (7.276 km²), una de las casi cincuenta provincias españolas. O lo que es lo mismo: las tres provincias vascas caben juntas tres veces en la provincia de Badajoz (21.657 km²) y no por ello Málaga, ni Badajoz, ni el resto de las provincias españolas, reclaman un referéndum de autodeterminación, ni una banda de asesinos extremeños chantajea al resto del país. De otro modo: todos los vascos, absolutamente todos (nacionalistas, filoetarras, constitucionalistas y españolistas) son sólo 2.080.000 habitantes frente a 40.850.000 de españoles puestos a merced de unos pistoleros y su minoritario grupo de votantes por los caprichos de un sistema político en el que pesan más las minorías que las mayoría.
 
La propia desfachatez sobre la que se asientan los nacionalismos pone en evidencia su carácter insaciable y expansionista -lo hemos visto en el caso del nacionalismo vasco con Navarra-; pero también su naturaleza absurda. Veamos si no el caso del Valle de Arán; diminuto enclave pirenaico ubicado geográficamente en la comunidad autónoma de Cataluña que a principios de 2005 reclamó su derecho a alcanzar un pacto de libre unión con Cataluña, anhelo ridiculizado, como pueden imaginar, por los nacionalistas catalanes. Ahí tenemos la clave de los nacionalismos, su germen atomizador inherente, su aldeanismo infinito. ¿Con qué respaldo moral pueden los nacionalismos denegar a un pequeño enclave los mismos objetivos y supuestos derechos históricos que ellos mismos reclaman a la nación? Lección suficientemente esclarecedora la del Valle de Arán. Sin duda.
 
Finalmente, deseo aclarar que a los españoles comunes nadie «nos ha metido propaganda oficial en la cabeza». Se trata de algo peor: convivimos con el terror que impone una banda criminal que lleva asesinados a más de mil compatriotas en toda España, no sólo en las provincias vascas. No es lo mismo hablar demagógicamente desde las antípodas que vivirlo in situ y saber fehacientemente que se trata de una banda criminal y chantajista que, naturalmente, sólo representa a una mínima parte de la sociedad vasca. Y, desde luego, no es una molestia que a uno no le contesten en español en aquella parte de España; sencillamente es una rareza, pues sólo una mínima parte de los vascos hablan euskera. La inmensa mayoría siguen y seguirán empleando el español. No en vano, en aquellas provincias se adoptó el castellano o español para los documentos oficiales antes que en la propia Castilla -ténganlo presente-, corona a la que, por otra parte, las tres provincias vascas se incorporaron individual y voluntariamente para hacer gala durante siglos de su profunda españolidad. Contra esta evidencia histórica poco pueden conseguir pantomimas débiles y dislates como los que expresa Mariano Saravia. Debería saber que el proceso histórico de conformación de España, y concretamente la adhesión de las provincias vascas, se basó en la atracción y el acuerdo común, nunca en el temor, el dominio y la opresión.

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