Histórica Conciencia Nacional Vasca, por Cesar Vidal


Histórica Conciencia Nacional Vasca, por Cesar Vidal

En los primeros tiempos de la invasión musulmana de España, los vascos carecían de lazos políticos que los unieran y que tenían una clara «falta de conciencia nacional», algo que ha sido reconocido incluso por autores tan marcadamente nacionalistas como fray Bernardino de Estella. Sin embargo, cuando el reino de Navarra se convierte en una formación política que podría calificarse sin ambages de vascona, la nota característica con la que se autodefinen sus monarcas no es la de ser «reyes vascos» sino «rey de las Españas». Ese, y no otro, es el título que aparece, por ejemplo, en el acta de traslación del cuerpo del rey Sancho Garcés III a san Millán el 14 de mayo de 1030. Al igual que Alfonso III de León -que se autodenominó «rex totius Hispaniae»- la meta de los reyes navarros, compartida con otros reyes peninsulares, no era construir un Estado vasco sino reconquistar España, la España sometida en esos momentos a los invasores islámicos. No extraña por ello que emparentaran con aragoneses, asturianos, leoneses y castellanos en un intento de hacer avanzar la empresa reconquistadora común. Era un rey navarro el que en el Decreto de restauración de la catedral de Pamplona se refería a «nuestra patria, España» hace poco menos de un milenio. Tampoco extraña, por ello, que para escándalo de los historiadores nacionalistas, utilizara más el romance navarro que el euskera y dejara que esta lengua se perdiera en tierra de La Rioja, de Alava y de la Ribera navarra convirtiéndola en una lengua tan vasca como el vascuence hace ya siglos. No era Castilla -una entidad minúscula entonces nacida del impulso navarro- la que acababa con el euskera sino que los reyes euskaldunes de Navarra, como lamenta nuevamente fray Bernardino de Estella, «se dieron mucha prisa en adoptar la lengua castellana para redactar sus documentos, adelantándose unos 60 años a los mismos reyes de Castilla».

El deseo de los guipuzcoanos no era formar parte de una entidad vascona como era Navarra sino de la Corona de Castilla y así lo solicitó voluntariamente la Junta general de Guipúzcoa. En el curso de los siglos siguientes, la documentación guipuzcoana denomina a los naturales de Guipúzcoa «castellanos» y éstos lo tienen como timbre de gloria. Por su parte, los guipuzcoanos no dejaron de asolar las aldeas navarras a las que veían como enemigas.

El apego de Guipúzcoa a Castilla era tan estrecho que no sólo sus combatientes destacaron en la lucha contra el Islam, sino que la Junta general de 1468 hizo jurar a Enrique IV «que jamás enajenaría de su Corona las villas, pueblos, etc. ni Guipúzcoa entera» comprometiéndose a no apartarla de Castilla ni siquiera con dispensa papal.

El camino seguido por Alava fue muy similar al de Guipúzcoa. El temor a la presión de los navarros euskaldunes la llevó a solicitar su incorporación a Castilla en 1200, lo que se confirmó por pacto solemne el 2 de abril de 1332. Como en el caso de Guipúzcoa también los alaveses exigieron del rey de Castilla que se comprometiera a no enajenar por ninguna causa Alava.

Por su parte Vizcaya, que se había convertido en señorío, pasó a formar parte, también voluntariamente, de la Corona de Castilla en 1179. Con Juan I (1370-90), el rey castellano se convirtió finalmente en señor de Vizcaya. Como en el caso alavés y guipuzcoano, los vizcaínos conservaron sus instituciones, pero con una supervisión regia y una instancia superior castellana, en este caso ubicada en Valladolid. Además las discusiones de las Juntas se hacían en castellano o en vascuence y los procuradores y apoderados «no podían ser admitidos en ningun tiempo si no sabían leer y escribir en romance». Ambas lenguas eran consideradas vascas.

Navarros y vascos están de lleno metidos en los procesos germinales de Castilla , de Aragón y de España. Por ejemplo, la interacción del pequeño reino de Navarra con el Califato de Córdoba en el siglo IX y X, es uno de los episodios mas ilustrativos del proceso formativo de Castilla, que adquiere jerarquía de reino a partir de entonces.

En el siglo XV, Los vascos -a diferencia de los catalanes- no sufrieron con la unión de Castilla y Aragón. Por el contrario, el partido que tomaron las provincias vascongadas en la guerra entre Isabel y Fernando y Alfonso V El Africano de Portugal, los castellanos partidarios de La Beltraneja, y el rey Luis XI de Francia, les ganó el favor del triunfador y el reconocimiento de sus fueros, jurados solemnemente el 30 de julio de 1476 por Fernando bajo la sombra del roble de Guernika.

Muy distinta habría sido la suerte de los vascos –y la de Isabel y Fernando- si estos hubieran estado del lado del rey portugués y no hubiesen sido aliados de la reina castellana y el rey aragonés y no hubiesen detenido en Fuenterrabía al Ejército de Luis XI. El hecho fue que los vascos fueron el apoyo mas constante y decisivo, de Isabel y Fernando, en sus momentos mas difíciles. Ello ayudó a que, conservando sus fueros, los vascos disfrutaran de eminentes posiciones de prestigio, poder y privilegio, desproporcionados a su población, a partir del momento cuando Castilla conquista Granada en 1492.

A lo largo del periodo de hegemonía española, los vascos siguieron combatiendo y creando bajo pabellones españoles y llegada la Ilustración del siglo XVIII los denominados «Caballeritos de Azcoitia» -un nombre irónico dado por el padre Isla- defendieron la españolidad y el lema Irurak bat, es decir, tres en una, las tres provincias vascas como un todo sin incluir ni a Navarra ni a las tierras vascofrancesas.

Los vascos -a diferencia de los catalanes- no estuvieron excluidos de la conquista de América. Para todo efecto legal y práctico los vascos eran súbditos del Rey de Castilla. A pesar de su reducida población -nunca han sido muchos- las individualidades vascas destacan en el descubrimiento y la conquista de América. El más loco de todos los enloquecidos conquistadores fue el vasco Lope de Aguirre. Descendiendo de las alturas de los Andes peruanos, Aguirre bajó por el Marañón y el Amazonas hasta salir al mar y por allí llegó a la isla de Margarita en las costas de Venezuela, donde el fantasma del ‘Tirano Aguirre’ todavía espanta sus playas y al poblado de Puerto Fermín, se le llama alternativamente ‘El Tirano’. El Paraguay fue colonizado por el vasco Irala, México occidental por el vasco Francisco de Ibarra, las Filipinas por los vascos Legazpi y Urdaneta; Urdaneta, y Arismendi, fueron los caudillos de los dos extremos oriental y occidental de una Venezuela que se estaba formando. El último y más feroz caudillo realista de la guerra de emancipación americana, que murió en el Alto Perú peleando por un rey que no se lo merecía, fue el vasco Pedro Olañeta. No es de extrañar por tanto que la fábrica de armas de Castilla estuviera en Guipúzcoa durante casi tres siglos.

Los derechos forales vascos se escribieron en castellano. El primer libro escrito y publicado en lengua vasca vio la luz, con la rareza de un fósil en 1545, cuando el quechua, el aymará, el nahua, el tolteca, el maya y el guaraní –que eran y son lenguas más ricas, expresivas y desarrolladas- eran vertidas al alfabeto fonético castellano y transcritas o traducidas sus expresiones literarias a la lengua de Castilla y vaciadas en ellas los catecismos y leyes del nuevo orden hispánico de América. Nada de eso sucedió en el país vasco, porque no era necesario.

El enfrentamiento con los franceses encontró también en los vascos las muestras más acendradas de patriotismo español. El 4 de julio de 1795, por ejemplo, la Diputación de Vizcaya dirigió al rey un escrito ofreciendo derramar hasta «la última gota de sangre» por la independencia española y cuando en 1808 se produjo la invasión napoleónica los vascos, como el resto de los españoles, se enfrentaron aguerridamente con las águilas imperiales.

Esta identificación con España resultó tan acentuada que los diputados vascos en Cádiz apenas opusieron resistencia a un proyecto constitucional que significaba el final de sus fueros. Como diría el diputado vizcaíno Yandiola, «no son los fueros, no es el provincialismo sino la felicidad de la nación, la que dirige a los diputados de Vizcaya». La nación no era otra, ¿acaso podía serlo?, que España. Las mismas guerras carlistas dividieron a los vascos pero no entre españolistas e independentistas sino entre españoles liberales y españoles absolutista-carlistas.

Cuando don Carlos, el pretendiente carlista, llegó a Elizondo se reunió con el general Zumalacárregui y entre ambos redactaron el 12 de julio de 1834 un manifiesto que comenzaba diciendo: «Españoles: mostraos dóciles a la voz de la razón y de la justicia. Economicemos la sangre española». Don Carlos añadiría: «El éxito no es dudoso; un solo esfuerzo y España es libre».

Por aquella época un predecesor del nacionalismo vasco, el vascofrancés Agustín Chaho, que odiaba a España y a Francia, acudió a Navarra para sembrar el separatismo.

Zumalacárregui, español y vasco, vasco y español, lo expulsó de su territorio con cajas destempladas. Foralistas vascos, como Fidel de Sagarminaga, afirmaban mientras tanto que defendían las libertades vascongadas «sin perjuicio de las altas y mayores facultades del Estado, pues que de una sola nación se trataba» ya que «el derecho de los vascos consiste en continuar nuestra historia y tradición, no en provecho solamente propio, sino en provecho común de la nación española. Los vascongados no han sido nunca otra cosa que españoles». Liborio de Ramery y Zuazarregui afirmaría por su cuenta que el peligro para la autonomía vasca no venía de «la noble Castilla ni la magnánima nación española sino del liberalismo destructor».

En realidad, hubo que esperar a finales del siglo XIX y a la aparición de los escritos, racistas, ahistóricos y religiosamente fundamentalistas, de Sabino Arana, el fundador del PNV, para que esa tradición de identificación entre los vascos y España se cuestionara.
No es de extrañar que en su momento fuera contemplado por sus contemporáneos como un trastornado y que él mismo, el 22 de junio de 1903, abogara por abandonar el nacionalismo en favor de un autonomismo españolista por utilizar sus propios términos.

Las crónicas históricas de Castilla y Cataluña se escribieron por orden de sus monarcas en el siglo XIII en castellano y catalán.

Las primeras ‘historias’ regionales de las provincias vascas, son una artificialidad propia del siglo XIX, y no una genuina expresión de realidades.

La primera sistematización de la lengua vasca, que no merece el nombre de 'gramática', fue la del jesuita Manuel de Larramendi, del siglo XVIII. El enigma de su origen llevó en 1815 a Juan Bautista Erro al disparate mayúsculo de afirmar que el Euzkera era la lengua de Adán.

La verdad es que si no hay, ni ha habido literatura vasca escrita lengua vasca, sí ha habido y hay una riquísima literatura vasca escrita en castellano. En esa literatura vasca se expresa con el poder, la riqueza la belleza y la universalidad del castellano, la fuerte personalidad e idiosincrasia del pueblo vasco: Ignacio de Loyola, Pío Baroja, Unamuno, Ramiro de Maeztu… escribieron en castellano.

En el otro extremo del desacierto, y fuera del campo de la interpretación histórica filológica o literaria -no podría estar dentro de ella- en el siglo XIX, aparece Sabino Arana (1865-1903) creador de un movimiento político que definía a los vascos como nacionales de un país con un derecho natural y racial a la secesión y la independencia de España.

Arana olvida el aporte vasco a su creación y engrandecimiento, y niega que fuera parte de ella. Así fue como en un momento histórico fértil para la germinación de disparates parecidos, Sabino Arana sembró el veneno de una República vasca independiente, constituida por siete provincias formada por Vizcaya, Guipuzcoa y Alava, las tres provincias vascas francesas, y falsa y arbitrariamente, a Navarra.

Guerra Civil española: 40.000 vasconavarros permanecen fieles a la República. 60.000, se unen al bando nacional, entre ellos el padre del presidente del partido nacionalista vasco, Felipe Arzalluz. El himno de la Falange, compuesto por un ciudadano de Cegama.

Ibarretxe planea un golpe de estado constitucional a través de un plan de libre adhesión con el estado “fascista español”. ¿Es esto coherente con el discurso abertzale desde los tiempos de Sabino Arana? Los españoles son la causa de todos los males y sufrimientos abertzales, ¿y pretenden unirse libremente a ellos despreciando el Estatuto de Gernika votado favorablemente por los vascos?

Cuando, muy posteriormente, el reino de Navarra se convirtió en una formación política vascona, sus monarcas no se definieron como «reyes vascos» -como pretenden Ibarreche y sus acólitos- sino como «rey de las Españas». Ese título es el que aparece, por ejemplo, en el acta de traslación del cuerpo del rey Sancho Garcés III a san Millán el 14 de mayo de 1030 y era lógico porque los reyes vascones de Navarra deseaban no construir un Estado vasco sino reconquistar España. Fue un rey vascón de Navarra el que en el Decreto de restauración de la catedral de Pamplona se refería a «nuestra patria, España» hace poco menos de un milenio. Tampoco extraña, por ello, que para escándalo de los nacionalistas vascos, utilizara más el romance navarro que el euskera y dejara que esta lengua se perdiera en tierra de La Rioja, de Álava y de la Ribera navarra. No era Castilla -una entidad minúscula entonces- la que acababa con el vascuence sino que los reyes euskaldunes de Navarra, como lamenta nuevamente fray Bernardino de Estella, «se dieron mucha prisa en adoptar la lengua castellana para redactar sus documentos, adelantándose unos 60 años a los mismos reyes de Castilla».

La Historia de las tres provincias vascongadas estuvo también ligada íntima, voluntaria y entrañablemente a la de Castilla. Guipúzcoa se unió a Castilla en el siglo XI por solicitud voluntaria de su Junta general y en los siglos siguientes, la documentación guipuzcoana denomina a los naturales de Guipúzcoa «castellanos» y éstos lo tienen como timbre de gloria. El apego de Guipúzcoa a Castilla era tan estrecho que la Junta general de1468 hizo jurar a Enrique IV «que jamás enajenaría de su Corona las villas, pueblos, etc. Ni Guipúzcoa entera» comprometiéndose a no apartarla de Castilla ni siquiera con dispensa papal. Álava solicitó también su incorporación a Castilla en 1200, exigiendo los alaveses del rey castellano que se comprometiera a no enajenar el territorio por ninguna causa.

Por su parte Vizcaya, pasó a formar parte, también voluntariamente, de la Corona de Castilla en 1179. Los vizcaínos conservaron sus instituciones, pero con una supervisión regia y una instancia superior castellana, ubicada en Valladolid.

Además las discusiones de las Juntas se realizaban en castellano o en vascuence y los procuradores y apoderados “no podían ser admitidos en ningún tiempo si no sabían leer y escribir en romance”. Ambas lenguas eran consideradas igual de vascas.

El final de la Edad Media, la hegemonía española o la llegada de los Borbones no alteraron, en absoluto, este panorama y, como era de esperar, el enfrentamiento con Napoleón encontró también en los vascos las muestras más acendradas de patriotismo español.

De hecho, los diputados vascos en Cádiz apenas opusieron resistencia a un proyecto constitucional que significaba el final de sus fueros. Como diría el diputado vizcaíno Yandiola, «no son los fueros, no es el provincialismo, sino la felicidad de la nación, la que dirige a los diputados de Vizcaya». La nación no era otra, ¿acaso podía serio?, que España. Las guerras carlistas dividieron a los vascos pero no entre españolistas e independentistas sino entre españoles liberales y , españoles absolutista-carlistas. Cuando don Carlos, el pretendiente carlista, llegó a Elizondo se reunió con el general Zumalacárregui y entre ambos redactaron el 12 de julio de 1834 un manifiesto que comenzaba diciendo: «Españoles: mostraos dóciles a la voz de la razón y de la justicia. Economicemos la sangre española». Don Carlos añadiría: «El éxito no es dudoso; un solo esfuerzo y España es libre».

Por aquella época un predecesor del nacionalismo vasco, el vascofrancés Agustín Chaho, que odiaba a España y a Francia, acudió a Navarra para sembrar el separatismo. Zumalacárregui, español y vasco, vasco y español, lo expulsó de su territorio con cajas destempladas.

En realidad, hubo que esperar a finales del siglo XIX y a la aparición de los escritos racistas y fanáticos de Sabino Arana, el fundador del PNV, para que esa tradición de identificación entre los vascos y España se cuestionara. No es de extrañar que en su momento fuera contemplado por contemporáneos como el también vasco Unamuno como un trastornado.

Lástima, porque no se trata sólo de cuestiones históricas –que ésas son fáciles de establecer-, sino de destruir la trayectoria histórica de los vascos que siempre se consideraron con orgullo los más españoles dentro de España.

CESAR VIDAL

No hay comentarios:

Publicar un comentario