El Nacionalismo vasco reinventa la Historia

El Nacionalismo vasco reinventa la Historia


Lo ocurrido en 1512 con la incorporación de Navarra a Castilla es una realidad histórica con un balance incuestionable: cinco siglos de convivencia común en España. Tal vez a la luz de las circunstancias históricas de ese recorrido se entienda mejor la última adaptación al marco constitucional del autogobierno del Viejo Reino, condensado en su Ley de Amejoramiento del Régimen Foral, sancionada por Juan Carlos I el 10 de agosto de 1982. Dice el preámbulo de esa ley:
"Navarra se incorporó al proceso histórico de formación de la unidad nacional española, manteniendo su condición de Reino, con la que vivió, junto con otros pueblos, la gran empresa de España."

Avanzado el siglo XIX, Navarra perdió la condición de Reino, pero la Ley de 25 de octubre de 1839 confirmó sus Fueros, sin perjuicio de la unidad constitucional. Algo más adelante, en su artículo 1 se concreta que:
"Navarra constituye una Comunidad Foral con régimen, autonomía e instituciones propias, indivisible, integrada en la nación española y solidaria con otros pueblos."

A pesar de que la realidad es tozuda, desde distintos ámbitos del nacionalismo vasco se quiere dar ahora una interpretación radicalmente distinta y falaz de unos sucesos históricos que ocurrieron hace cinco siglos. El fin no es otro que crear un debate ficticio que juega tanto con la profunda ignorancia de muchos vascos sobre su propia historia como con la conveniencia política de manipular a los navarros a su antojo en su pertinaz ambición de crear un Estado vasco. Con distintas variantes, se ha repetido el mismo discurso desde finales del siglo XIX, amparándose para ello en un peculiar todo vale que contribuya a la ficción que inventó Sabino Arana.

¿En qué se traduce ahora? en sembrar la duda sobre lo que realmente sucedió en 1512 y los años sucesivos, alimentando la falsa sospecha, en contra de la historiografía más rigurosa al respecto, de que Navarra fue una víctima más de Fernando el Católico o que el expansionismo castellano acabó con la añorada independencia del último reino cristiano peninsular. Sólo así se explica que se tergiverse la historia sin ningún rubor o que se magnifiquen hechos aislados de aquel periodo, como el cerco a Amayur, de donde toma el nombre la coalición independentista vasca, donde se refugiaron 200 leales al heredero del último rey de Navarra, o que se conmemoren aniversarios vinculados a los intentos de restauración monárquica de los Albret, como la Batalla de Noáin, en la que murieron 5.000 personas entre castellanos, navarros y franceses.

La versión nacionalista vasca olvida lo más importante: que la incorporación de Navarra fue fruto de un pacto entre dos reinos y que la población, más lejos cultural, política y religiosamente de Francia que de Castilla, optó por España y asimiló la unión sin dramatismo alguno. Pero no, la imaginería nacionalista prefiere una vez más distorsionar los hechos y contribuir a una fábula que ofende al sentido común de cualquier navarro orgulloso de serlo.

El nacionalismo vasco no ha entendido nunca la diversidad de Navarra, sus contrastes, su realidad con un protagonismo del catolicismo clave para cualquier análisis, su historia y, especialmente, sus Fueros, en los que se fundamenta su identidad como pueblo. Tampoco ha digerido jamás que esos Fueros, entendidos desde el siglo XII como una expresión de libertad política y personal, son, al mismo tiempo, los mismos que conservó tras la unión dinástica de 1512 y los mismos que fue adaptando en su proyecto común con España, especialmente tras la unión administrativa de 1839.

Como siempre, las sociedades evolucionan al compás de los cambios. Paralelamente, desde el siglo XIX y a través de sus distintas formulaciones políticas, el nacionalismo vasco ha exigido siempre el mismo trato que Navarra, amparándose en unos derechos históricos que no son comparables a la arquitectura histórica e institucional del Viejo Reino.

En ese contexto, Navarra no aspira a tener mejores ni peores relaciones con ninguno de sus vecinos. Hay afinidades con el País Vasco, como las hay también con La Rioja, Aragón o la Aquitania francesa, con la que comparte un pasado común a través de la Baja Navarra. Lo que une y separa a Navarra de esas regiones no puede ser nunca un argumento para dividir o separar a los propios navarros, muy diferentes de por sí en la Montaña, la Zona Media o la Ribera.

De norte a sur, Navarra cambia de lengua del euskera al castellano y se transforma desde lo más superficial, como el clima, la vegetación y el paisaje (en apenas 120 kilómetros se pasa de una selva atlántica de hayas y robles al desierto de las Bardenas, próximo a la excepcional huerta tudelana), a lo más profundo, como los tipos humanos, con sus tradiciones y costumbres.

A pesar de ello, la identidad colectiva de los navarros no sólo existe dentro de un espacio físico y emocional, sino que podría considerarse un caso ejemplar de cohesión. Esa conciencia navarra neutraliza las diferencias en un territorio complejo que se gestó hace algo más de mil años, que desde hace 800 tiene unos límites bastante similares a los actuales y que desde hace 500 está unido a España. Desde entonces, las cadenas de su escudo quedaron integradas en el escudo de España.

Como colofón de estas líneas, durante la Transición, el Gobierno de Euskadi diseñó un escudo del País Vasco en el que se colocaban, a partes iguales, las cadenas de Navarra con los símbolos de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava. Navarra protestó contra ese disparate institucional y pidió que retiraran las cadenas de ese escudo, algo que el País Vasco no acató hasta 1986, cuando no le quedó otra que plegarse, a regañadientes, a una sentencia del Tribunal Constitucional. Y, a pesar de los pesares, no lo hizo del todo, una cuarta parte del escudo vasco actual lo ocupa el color rojo de la bandera de Navarra. La provocación sigue ahora con la revisión de 1512.

No hay comentarios:

Publicar un comentario